Un dragón latente
Norman
Lewis
Traducción
de Nuria Salinas
Altaïr
Barcelona,
2014
370
páginas
Es
posible que Norman Lewis (Londres, 1908 – Saffron Walden, 2003) haya sido el
viajero perfecto. O el perfecto escritor de libros de viajes. Porque entre los
escritores de libros de viajes podemos encontrar autores con más encanto, con
más personalidad, con más potencia, con más bravura, con más poesía. Pero no con
el mismo saber estar. Y ese saber estar, que tal vez podría clasificarse como
flema o profesionalidad o como orgullo por el trabajo bien hecho, tanto el de
escribir como el de viajar, es el principal rasgo de la obra de Norman Lewis.
Desde
que llega al lugar de destino, él es consciente de que todo aquello que
registre irá a parar a un libro, de que viaja no sólo para él, sino también
para los demás. Y eso le exige un dificilísimo equilibrio de estilo: no puede
dejarse llevar por los prejuicios, ni tan siquiera por esos valores universales
que él defendería a capa y espada: la igualdad entre los hombres, una igualdad
entendida como el derecho a que nuestras diferencias, que las hay, que las debe
haber para enriquecer el planeta, no son lo que importa. Lo que importa es que
todos somos un trozo de este universo en el que si algo fluye que merezca la
pena, es eso que conocemos como el sentimiento de estar vivos.
Ahí es donde merece la pena compartir el viaje
tanto con las personas con quienes se encuentran, como con el lector. De alguna
manera, de todos los escritores de viajes, Norman Lewis es el rey de la
compasión, entendiendo a la compasión como la capacidad de padecer, de sentir
con el otro: su llanto, su risa.
Para
llegar a esta conclusión hace falta haber leído buena parte de su obra, que
ahora está recuperando la editorial Altaïr. Una buena idea es empezar con este Un dragón latente. Lewis visita Camboya,
Laos y Vietnam en una temporada que ronda el año 1950. Siendo todavía
territorios coloniales, pero siempre con una banda sonora de fondo que aparece
interrumpiendo los acontecimientos, aquí y allá, con una normalidad casi
pagana: el sonido de los disparos y las bombas. Porque esos eran los momentos
graves del cambio, un cambio que va viendo reflejado en cada paisaje o en cada
conversación. Un cambio que no puede ser sino beligerante, porque la
occidentalización reñida con la independencia no puede ser pacífica.
Y,
sin embargo, no deja de admirar esa región del sudeste asiático, a la que ha
elegido visitar dado que pretendo descubrir a la gente y darse cuenta de que se
caracterizan por la fuerza pacífica, por su presencia de ánimo, que no les hace
diestros como explotadores ni susceptibles de ser explotados. Se trata de gente
pobre, pero sumamente feliz porque han aprendido que no es en la pobreza donde
está la infelicidad. Son países con una riqueza potencial enorme, pero en los
que no se lucha por la vida, por existir con más confort, “y ello proporciona
la atmósfera ideal para la práctica de la amable fe en que este pueblo ha sido
educado”.
Lewis
incluye todo en su libro: lo que ve, lo que oye, lo que camina, el paso del
tiempo. Pero siempre consigue no intervenir, ser una suerte de voyeur de
talante digno, apartado. Sin juzgar, de modo que obliga al lector a ser él
quien llegue a conclusiones al presentarnos un mundo que en los años cincuenta
era un desconocido. Pese a las aventuras en las que inevitablemente se ve
envuelto, Lewis no se siente alguien diferente, es decir, mejor. Va limpiando
de su viaje todo lo que no importa, evitando la tentación de ser un presumido.
Y así, centrándose en un pueblo al que va aprendiendo a querer a medida que lo
conoce, que conoce a sus colonos, pero también a sus guerrilleros, decantando
el alma de la gente hacia esa personalidad tan pacífica, frase tras frase va
consiguiendo un texto con sonido a silencio. Este es el aliento de uno de los
últimos grandes viajes, ese que, lamentablemente, los demás no podremos hacer.
Fuente: Quimera
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