Torres
de piedra
Wojciech Jagielski
Traducción de Francisco Javier
Villaverde González
Debate
Barcelona, 2011
350 páginas
Sale
a la luz una colección denominada La Ficción
Real , con la cual
la editorial Debate rinde homenaje a la crónica como género literario. En estos
tiempos la crónica no precisa de una defensa que argumente que se ha
constituido, por mérito propio, en literatura. Bastaría con acercarse a los
clásicos norteamericanos, entre los que se encuentra Gay Talese, el autor del
libro con que se inicia la colección, esa obra maestra que se titula La mujer de tu prójimo.
A
la obra de Talese le acompaña Torres de
piedra, un libro valiente, pues la osadía es lo primero que alguien admira
en un periodista como Jagielski. Este autor polaco, digno heredero de Kapuściński,
se adentra en la región olvidada de Chechenia, uno de esos lugares oscuros en
el mapa del mundo, apenas conocido merced a algún delito de sangre. “El Cáucaso
no es más que un polígono de tiro en el cual hacen carrera los políticos
rusos”, dirá uno de los entrevistados. Chechenia es un país sin ley, un
territorio en el que la perplejidad del viajero, ese ¿qué hago yo aquí?, se
revuelve contra el lector. Al fin y al cabo, uno no puede dejar de preguntarse
qué se le ha perdido a Jagielski allí. “Conseguir ser testigo de un suceso de
principio a fin no resulta nada fácil, y menos aún contemplarlo todo desde
ambos lados de la barricada, tener una visión completa del hecho, para así
depender únicamente de las observaciones e impresiones propias”. Y más
complicado aún resulta cuando este hecho es tan enorme como una guerra. De ahí
cierto extrañamiento que emana del reportaje, incrementado por la estirpe de
personajes que van saliéndole al paso: desheredados, desahuciados, combatientes
sin romanticismo, dirigentes perdidos en un mundo perdido. Más que en ninguna
otra obra, más, incluso, que en los ensayos de Edward Said, en Torres de piedra queda patente que el
camino de Oriente y el de Occidente son paralelos.
El
noble intento de Jagielski es el de sacar a este territorio y a esta guerra del
oscurantismo. Y el planteamiento es la necesidad de que esto suceda, pues no
hay personajes en esta obra, sino personas, gente que bregan por encontrar sus
dignidades: la dignidad del perdedor, la dignidad del hambre, la dignidad del
soldado. Y estas dignidades se confunden, con frecuencia, con los códigos de
honor, y se identifican, gracias a los planteamientos de Jagielski, con la
memoria. Si ser humano significa poseer memoria, los habitantes de Chechenia se
ganan este apelativo a fuerza de luchar por una libertad casi imposible de
definir. Al parecer, existe un robo de la libertad, pero también un miedo a ser
libres, lo cual implica llevar a todo un pueblo en un naufragio a la deriva.
Apenas alguno de los individuos con que se topa, gente peculiar y divergente,
se atreve a enunciar principios sobre los que podría construirse la libertad
del pueblo, un estado.
Jagielski
se erige en testigo de la injusticia al reflejar el territorio desconocido en
que habita gente que ha perdido su mundo. De su narración de los hechos se
deduce ese grito que pide una voz para el que no la tiene, para una gente que
tiene el carácter del lobo, un animal tan temido como admirado. Y al mismo
tiempo, no renuncia a su papel de periodista a la búsqueda de una explicación.
De ahí sus indagaciones geopolíticas que alternan con el viaje, unos reflejos
históricos que ponen sobre el tapete la distancia tan enorme que existe entre
la realidad a pie de guerra y las caprichosas estrategias de algunos dirigentes.
Torres de piedra es un libro
poliédrico, en el que no se renuncia ni al relato de viajes ni a la historia
contemporánea, en el que se pretende explicar informando. Pero sobre todo es un
relato demoledor en el que todo su contenido se aboca a unos capítulos finales
por los que deambulan, con su presencia excéntrica, ruinas humanas, la derrota
sin paliativos ni dignidad, y la peor exégesis de la depresión. Es un libro que
nos ayuda a ampliar el mundo mostrándonos su cara oculta, esa trinchera donde
yacen los olvidados que conservan la necesidad de seguir respirando.
Fuente: Quimera
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