Hace ya muchos años, el bueno de Chema Rodríguez se inventó una revista de viajes, preciosa, que se llamó CARTOGRÁPHICA. Allí publiqué mis primeros artículos. Los iré colgando en estos días, junto a las imágenes de los libros de los autores que más admiro en literatura de viajes.
Lo legítimo es soñar
Los únicos lugares que
conozco en los que las luces del alba y el crepúsculo se estrellan contra
la claridad haciéndose astillas, son las ventanas de las habitaciones donde
trabajo. Detrás de ellas, la transparencia de la atmósfera de la ciudad está
rayada por unos ruidos que se prodigan con toda su vileza de cemento y metal.
Al condensarse los colores del éter, en los intervalos entre luces, los
crujidos de la ciudad se saturan, agrupándose en el aire con la forma revuelta
de las fibras de estraza. Cuando salgo a la calle me encuentro con una realidad
muy industrial elaborada en asfalto y petróleo. Ignoro en qué rincón del cielo
se encuentra el sol. En ocasiones, entre las altas aristas de los edificios
discurren jirones jabonosos de pureza, tímidas muestras de nubes que deambulan
con un silencio de espuma.
Lo legítimo, entonces, es
soñar.
Y, a ser posible, soñar en
grande. La norma para ser humanamente feliz no es que se cumplan los sueños,
sino creer con fiereza en lo que se sueña. La ilusión que se promete imposible
nos aleja del riesgo de un desengaño real.
Un sueño termina por ser más valioso cuando se sabe que no se va a cumplir. No
reclamo libertad para que nos dejen llevar a cabo nuestros sueños, sino
libertad para tenerlos, para abrazarnos orgullosamente a ellos.
Por eso amo los paisajes
imposibles y las grandes zonas desérticas de las llanuras en las que nunca voy
a estar (Pessoa).
Soñamos con viajar, y de todos los viajes que existen sabemos que si
hay uno que es ciertamente imposible, ése es el retorno al pasado. Si las
entrañas de Joseph Conrad no se hubieran apergaminado tan jóvenes, nunca habría
escrito ese trayecto por las vísceras de su pasado que es El corazón en las tinieblas. El sueño más grande y más creíble es
el vuelo a los tiempos pretéritos. Por eso Conrad ha sido uno de los viajeros
más grandes de la historia, porque exploró tanto el territorio exterior como el
interior del hombre. Conoció las aguas y selvas del río Congo desde un barco,
pero tuvo que inventar una geografía del horror para navegar de nuevo por su
cauce. Conrad escribió sus novelas y relatos cuando su salud le redujo a
sedentario. En los daguerrotipos que muestran su rostro muy maduro, es factible
distinguir una nostalgia de océanos en la humedad vieja de sus ojos, esa
melancolía privada que equipara a los sueños con la memoria. Es la mirada de
quien está viajando por el interior del alma.
Sostengo, en consecuencia, que uno de los más grandes exploradores de
la historia universal ha sido el pausado Marcel Proust. El enorme escritor
francés creció con unos pulmones muy tiernos, dolorosos, sensibles a la más
diminuta mota de polvo, y con unos sentidos calmos que suspiraban por un gramo
de silencio. En mi imaginación siempre recreo su presencia como la de una
figura débil y esponjosa entre sábanas de lino virgen, sumergida en esa
habitación insonorizada por láminas de corcho, un espacio donde todo es
inmóvil, donde, por encima del resto de las cosas, se niega el infame
transcurrir del tiempo. Desde allí, Proust viajó tanto como es creíble viajar;
se desplazó por regiones que nadie anteriormente se había atrevido a recorrer.
Si Proust hubiera disfrutado de una salud de hierro, no habría dejado sin
hollar una sola nación del triste planeta azul.
Tanto las obras de Conrad como
las de Proust sobrecogen por su intenso y enfebrecido conocimiento del alma
humana, por ser fuertes alegorías del terror o de la añoranza. Ambos saben que
lo verdaderamente inconcebible de esta vida es que por muy consciente que se
sea de la existencia de todas las regiones de la sensación y el sentimiento,
jamás se llegará a dominar este saber. Para crear en una novela un incierto
ambiente de misterio, de tristeza, de épica o de elegía, es necesaria la terca
inmovilidad del autor. Nada hay tan físicamente incompatible como el escribir y
el caminar. ¿Qué sueños febriles se esconden detrás de quienes dedicaron la
mitad de su vida a una aventura con el temperamento del nómada, y la otra parte
a la literatura inmóvil?
Un sueño paradójico como el de
Bruce Chatwin, el afán de ser un viajero literario, sólo encuentra solución y
equilibrio en un refugio como el que nos enseñó Proust: la memoria. Y las
fibras de la memoria es el tipo de material con el que tejen tanto la
imaginación como la fantasía. Con idéntico material se conjugan los sueños.
Así, cuando la imaginación y la fantasía del escritor crean un pequeño cosmos
por el que deambularán las trazas de los personajes, el escritor se habrá
sumergido en un viaje del que es el único dueño; seguramente más dueño,
incluso, que de la trashumancia biográfica sobre la que se generó tan personal
universo. García Márquez, por ejemplo, ha podido conocer cientos de aldeas y
ciudades de Colombia a lo largo de su vida, pero tuvo que inventar Macondo para
escribir Cien años de soledad; otro
tanto sucede con Juan Rulfo y el pueblo de Comala, donde se desarrollan las
acciones de Pedro Páramo, o con Juan
Benet y los montes de Región.
En ocasiones he viajado a
Macondo, a Comala o a Región. Si tanto la imaginación y la fantasía como los
sueños se tejen con las mismas fibras de la memoria, bien se puede decir que
García Márquez, Rulfo y Benet soñaron estos parajes. Mientras soñamos, nuestras
percepciones no son menos vigorosas y puras que al estar despiertos; se diría que
los sentidos evitan dormir, y que hasta se agudizan durante el reposo del
cuerpo. En este aspecto, en las certezas y las vehemencias de las sensaciones,
los sueños son tan verdaderos como aquello que conocemos por realidad. Y así,
vagar por los paisajes de los sueños es tan complaciente y dulce como la acción
física de caminar.
A nadie recomiendo que se deje
encerrar entre los tabiques de una ciudad, en esa realidad de asfalto y
petróleo que niega la presencia del sol, o tras una ventana que astille la luz.
En momentos así, más que nunca, es legítimo soñar.
Chatwin soñaba con hacerse
compatible como viajero y como escritor, con saber ser nómada y sedentario a un
tiempo. Chatwin se abrazó al sueño de convertirse en el imposible viajero
literario. Ésta es una ilusión ciclópea que reivindica, a voz en cuello, la
libertad para ser feliz creyendo en lo que se sueña.
Yo, por mi parte, sueño con pasear por la primavera de la meseta del
Tíbet mientras leo, en calma, los siete volúmenes de esa descomunal obra de Proust
que tiene uno de los títulos más sugestivos de la historia de la aventura y del
arte: La búsqueda del tiempo perdido.
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