Todos los caminos
están abiertos
Annemarie
Schwarzenbach
Traducción
de María Esperanza Romero
Minúscula
Barcelona,
2009
182
páginas
Este es un libro que no versa sobre el
movimiento, sino sobre la necesidad del movimiento. Porque de ninguna otra
forma, parece sugerir, puede sumar uno algo de sabiduría a su bagaje. Y el
movimiento viene inevitablemente vinculado a la sensibilidad, algo que
Annemarie Schwarzenbach (1908-1942) derrocha por los cuatro costados, como ya
habíamos comprobado en la anterior obra publicada en España, Muerte en Persia (Minúscula, 2003).
Aunque aquél se trataba de un libro más heterogéneo que Todos los caminos están abiertos, una obra en la que se cruzaba la
ficción con la descripción, la divagación con la memoria, una forma de
literatura que explotó más tarde, por ejemplo, W. G. Sebald, si bien lo que en
el escritor alemán era una tristeza harta de escucharse a sí misma, hasta
provocar la desaparición de la melancolía, en el caso de Schwarzenbach es un lirismo
inundado de nostalgia, una nostalgia que abarca hasta aquello que no pudo
conocer pero que sabe que pertenece al pasado.
Más sobria se muestra Schwarzenbach en
esta obra, una recopilación de artículos publicados tras regresar de un viaje
por Turquía, Irán, Afganistán y la India, realizado en 1939 en compañía de Ella
Maillart, quien escribiría, en paralelo a la obra de Schwarzenbach, el libro La ruta cruel (Timun Mas, 1999). Pero la
sobriedad no es enemiga de la belleza, algo que pretende reconocer Schwarzenbach
en cada episodio que se le va escapando de las manos, en cada paisaje virgen
para la percepción cartesiana de los europeos, en cada rasgo de la
incondicional hospitalidad afgana. En ese amor doliente se esconde, al mismo
tiempo, un espíritu neocolonial semejante al que impulsó a redescubrir el arte
oriental durante el romanticismo. Pero Schwarzenbach no se queda en el mero
espíritu artístico. Da la espalda, con frecuencia, a lo grandioso, a lo
inmenso, a lo caro, para prestar atención al paria, al perseguido, a la mujer
encarcelada dentro de su hogar y su ropa, al campesino, aunque solo sea para
dar testimonio como testigo de lo presenciado, pues esa es la intención de sus
crónicas y de ahí la falta de diálogo, de intercambio de existencias con la
gente de los lugares que visita. Sus interpretaciones de lo que presencia
tienen, eso sí, una relación pura con lo literario, la que nace de la franqueza
a la hora de afrontar el destino, reconociéndolo como una dificultad interior y
no como una serie de acontecimientos que sucederán en el futuro. Como viajera
se detiene frente a lo que un turista calificaría de pintoresco para reconocer,
sin embargo, lo humano.
Schwarzenbach entra en el viaje a través
de la pobreza, símbolo de la desesperanza para un alma como la suya, que
sobrenada en una tormenta, y sale reconociendo la decadencia de occidente, un
lugar que ha perdido la cultura, la hospitalidad, lo sincero, un modelo
fracasado al que, se lamenta, tienden a imitar las sociedades que visita. De
ahí ese interrogante que flota a lo largo de su obra: ¿por qué viajar?, al que
resulta casi imposible dar respuesta. Algunos marchan buscando la aventura o
haber disfrutado la aventura, como Freya Stark, otra escritora viajera
aficionada a oriente. Pero Schwarzenbach parece huir hacia la claustrofobia,
pues sabe que el pasillo por el que se interna no tiene salida, porque
emprender la marcha no es lo mismo que caminar, y ella está constantemente
poniéndose en camino: “¡Sentir una vez más el consuelo del alba! Pero lo he
olvidado todo, también la hora postrera”. Es posible que esa sea la única forma
que conoce de conjurar a sus demonios, de plantar cara a las horas, de
sobrevivir al presente, maldito frente al confort del pasado y la ilusión del
futuro: “Respiré hondo intentando, pese a todo, saludar a la vida…”
Todos
los caminos están abiertos es la obra de una mujer vulnerable, que padece por el
mero hecho de existir, pero que sabe que en el viaje y en la literatura se
puede encontrar idéntica belleza, la belleza de hablar con uno mismo. Y sabe
escribir para demostrarlo: “Había mucha piedra y poco pan, pero estábamos
contentas”.
Fuente: Quimera
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