El sabor a poso de las imágenes
Ricardo Martínez Llorca
Cartográphica
Es posible que para describir Nueva York sea
inevitable crear un género teatral en el que se incluya una nueva forma de
escenario. El autor de la tragicomedia sería un potaje cocinado con las voces
de todos los dementes del planeta. Habría un director de orquesta, que acaso
fuera una ama de casa con la mitad de la anatomía subcutánea sustituida por
colágeno, el pelo teñido de verde y el corazón tan dilatado como el de un
corredor de fondo, y que con la correa del perro por batuta se encargaría de
mantener el desconcierto dentro de un tono privativo. Porque Nueva York posee,
a pesar de su disparatado hormigueo, un tono monótono y peculiar que cualquier
intruso identifica prontamente con el sabor a poso de las imágenes con que nos
empalagan los medios audiovisuales.
Por
las aceras impuras vagan los sobrevivientes de cientos de batallas, señalados
por unas dentelladas que los vencedores les han disparado para que les
sofocaran las vértebras lumbares. Estas almas corpóreas cargan a hombros con
todos los motivos de sus derrotas: las populosas calles y escuelas, los
vertiginosos horarios, los espejos que multiplican los fracasos del maquillaje,
los dormitorios invadidos por la más ruidosa nocturnidad, el tabaco y su avocación
clandestina, los ojos de las muchedumbres, las versiones más ácidas de los
virus, las violentas ranuras para tarjetas de crédito, la similitud entre la
noche y el día, el esqueleto sufriente que porta erguido toneladas de grasa, la
interminable respiración en la que se reconocen las grietas del aire de esta
ciudad, los vapores grises que escapan por las rejas de las alcantarillas como
el cuerpo de un calor bochornoso, el cáncer de los motores, los huesos de los
paraguas baratos, esos galopes en la sangre que entierran recuerdos con dosis
arenosas de lo inmediato, las sombras multiplicadas por focos de neón y haces
de colores fogosos, la obscenidad sexual de la silicona, la ausencia de
estrellas entre los recortes de cielo, las reliquias vivas de nuestro siglo proyectadas
en pantallas blancas, el envejecimiento y la absorción veloz por todos los
capilares del intestino de las carnes inflamadas de hormonas, el
desconocimiento del sol y sus secuelas: la aurora y el ocaso.
A
paso acelerado camina este ejercito de espectros y corazas, de vencidos que
todavía confían en la suerte que cabe dentro de los recovecos de las chaquetas
y pantalones: una mulata con cien kilos de carne en cada nalga que mastica una
pizza de macarrones mientras acaricia el canto de una american-express que guarda en el bolso de piel de lagarto; un
camello con los ojos preñados de plasma que espera a su cliente con el aliento
cayéndosele de la boca y de la vida, sin sacar la mano del bolsillo de la
cazadora, donde esconde un gramo de cocaína; un guarda de seguridad de papada
displicente y los cinco sentidos huecos, que aprieta el brazo contra el cuerpo
para cerciorarse de la presencia de su seguro de vida metálico que carga en el
sobaco; una anciana que deambula por Central Park paseando a su perrito de diez
centímetros esgrimiendo una pala de plástico y la bolsa donde recoge los
excrementos de la pequeña bestia, y que custodia sin vergüenza los frascos de
medicinas que chocan en el bolsillo de su abrigo, un abrigo que viste incluso
en verano para transportar con facilidad las píldoras; una pelirroja de veinte
años, de traje apretado y pechos como montañas, que conserva su esperanza en un
billete de lotería terminado en siete, y también en el éxito combinado, en la
próxima cita, de sus ojos azules y sus pezones; un culturista que abandona el
gimnasio con la planificación de una gran dieta escrita en un papel amarillo
que aprieta en el puño, y en cuyo reverso figura la receta de una tortilla de
clembuterol; un taxista que se acaricia el tobillo en que oculta una navaja con
muelle; un tiburón de Wall Street que lleva su paquete de acciones en el disco
duro de su ordenador portátil; un bujarrón confiado en la inmunidad del
preservativo que guarda muy cerca de la entrepierna; una adolescente negra con
una maleta de cartón y dos direcciones garabateadas en un trozo de papel
cuadriculado, la de un prostíbulo y la de un predicador de religiones al mejor
postor; el número uno de su promoción universitaria entregando la petición de
una beca en la dirección del Metropolitan; un carnicero chino amante del teatro
que acaba de obtener una entrada para un estreno de Broadway... Y,
probablemente, aunque yo no lo sepa, un marciano esconde en sus uñas grabadoras
en las que registra nuestras conversaciones para luego denunciarnos ante el
alto tribunal estelar:
-Acuso
a la humanidad de generar lo indefinido.
-¿Y
eso es un crimen?
-Lo
ignoro: ¿cómo puedo saberlo si no soy capaz de definirlo? Sobre Nueva York es
imposible opinar, y difícilmente se podrá describir esta urbe ni aun
disponiendo de todos los diccionarios siderales. No acuso por tener pruebas de
nada, sino porque he regresado con todo esto metido en la nariz –y el marciano
tira de un hilo que sobresale de su fosa nasal y en el que se ensartan las
enumeraciones antes expuestas.
Frente
a la entrada principal de la estación de autobuses de Manhattan queda un portal
anónimo, turbio y mugriento. Está flanqueado por el escaparate de una tienda de
vídeos pornográficos, y una sala cuya actividad delatan las tres equis descomunales
y rosas que lucen en la fachada y cuyos filamentos se quejan. Ese portal
anónimo y disuasorio es, en realidad, la entrada al albergue más barato de la Gran Manzana. La
existencia de este antro se transmite boca a boca entre los viajeros, y sus
dueños se preocupan de que no figure en ninguna guía. Antes de que el portero
permita el paso, uno se ve sometido a un cuestionario completo vía interfono:
nombre, nacionalidad, número del pasaporte, nombre del viajero que informó,
lugar donde os encontrasteis...
A
la mañana siguiente, después de haber dormido entre los sudores empalagosos de
un adolescente japonés y los ronquidos agudos de un inmigrante mejicano, me
dispuse a salir en busca de una tienda de libros de ocasión a la que, según me
habían aconsejado, conviene acudir armado del cepillo de dientes. Desirée, una
negra espigada con la sonrisa de nieve, atiende en esos momentos la recepción
del albergue. Es ella quien me facilita la dirección de la librería. Antes de
que yo desaparezca por las escaleras, Desirée me llama:
-¡Ricardo!
Me
sorprendo de que utilice mi nombre de pila cuando hace apenas un minuto que la
conozco.
-¿Sí?
-¿Fumas?
-A
veces un puro en las bodas de mis amigos, pero normalmente no, ¿por qué?
-Porque
he candado la puerta que da a la terraza del edificio, ¿sabes? Hay gente que
sube allí para fumar porque aquí dentro está prohibido, y andar por la terraza
es peligroso.
-¿Peligroso?
-Sí.
Este es un edificio bajo y los vecinos de los rascacielos, en cuanto ven a
alguien en las terrazas se dedican a tirarles botellas y platos.
-¿Por
qué lo hacen?
-¿Cómo
que por qué lo hacen? ¿Estás de broma? Lo hacen porque esto, Ricardo, es Nueva
York.
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