La primera vez que me invitaron a presentar un libro, leí este texto. El libro se merecía más de lo que obtuvo. Pero mi amigo Manuel Talens, a quien llevo año y medio echando mucho de menos, y yo, dimos juntos nuestra valoración. Una novela extraordinaria.
Presentación tengo
palabras de fuego.
Buenas tardes.
Ante el grato riesgo literario de presentar la
primera novela de Adolfo Muñoz, y
siendo ésta mi primera intervención como presentador de un libro, hice
retroceder a mis conocimientos hasta los orígenes de las crónicas para
encontrarme con que, no sin arbitrariedad, se puede hablar, no sin
arbitrariedad, de dos rutas en que bifurcar las grandes narraciones:
1-
Aquellas que se centran en una situación, reflejando
una atmósfera y ambientando el combate (pues de combate suele tratarse) con la
intervención de numerosos protagonistas, como sucede en La Ilíada;
2-
Aquellas en las que se busca retratar a una persona o
personaje, exponiendo sus avatares y sentimientos, detallando tanto su viaje
por una región del universo como su viaje interior, hacia el conocimiento del yo: éste es el caso de Ulises.
He tenido a bien (con permiso del autor) catalogar Tengo
palabras de fuego como una novela de este segundo ciclo, como una novela cartográfica. Una novela
elaborada con la meticulosidad y el sabor a pan, a manufactura y a temperamento
que tienen los mapas del siglo XVII.
Nuestro personaje viaja por la corte de Felipe IV
mostrándonos sus minucias y entresijos en lo que acaba por ser una rigurosa,
infatigable y bien construida descripción.
A lo largo del texto, vamos conociendo la carta geográfica del Madrid de la
época, así como la de los interiores y exteriores del Palacio Real a través de una
prosa intensa y severa, pero muy sutil, y unas descripciones llenas de falsedades
históricas (como queda patente en el
paso del protagonista por la calle San
Manuel Talento, nombre inexistente en el santoral, pero referencia clara a
un escritor que es santo de la devoción tanto de Adolfo Muñoz como de quien les
habla, y hoy, afortunadamente, compañero de mesa).
El cartógrafo que escribe, muestra un gusto
interminable por el detalle, por las pequeñas cosas cotidianas que hacen de
cada uno de nuestros mundos un lugar muy personal. Valgan como muestra las
continuas apariciones de insectos y arañas, esos animales diminutos,
repugnantes y de anatomías casi imposibles, que componen el más rico de los
bestiarios de nuestro mundo, bestiario que en la novela tiene su prolongación
en unos seres pseudohumanos de aspecto muy improbable.
La cartografía que así, poco a poco, va naciendo, una
cartografía creíble, pero totalmente inverosímil, genera una ficción que va
alejando a la novela de la historia documental, para acercarla a lo que en
realidad es: fantasía.
Sin
moverse de la corte madrileña, Juan de Iniestas (al igual que cualquier mortal,
y en consecuencia recordándonos esta condición de seres efímeros) viaja hacia
su destino. Y así, el verdadero tema de la novela es el mapa de las
circunstancias de Juan de Iniestas.
Siendo
él un enano, conviene recordar que
algún psicoanalista ha identificado a los enanos, dentro de la narrativa
popular, bien como hombres frustrados, o bien como hombres en ciernes. Y Juan de
Iniestas se enamora de forma platónica, un estilo de amor que se produce
con frecuencia durante la pubertad, y que en literatura estuvo muy vigente durante
el romanticismo, etapa que constituye la pubertad del arte.
Teniendo
en cuenta que el cartógrafo hace descubrir a su viajero los recodos, las
huellas y las impresiones del mundo (el
amor, el desengaño, el arte, la inteligencia, los olores y sabores, el odio y
la burla, la ironía y la enemistad), se puede concluir que el momento
seleccionado por el escritor para retratar a Juan de Iniestas, es la
adolescencia, cuando los sentidos despiertan a las sensaciones y a las emociones.
En este punto la novela comulga con fuentes tan remotas a su trama como La isla del tesoro o El guardián entre el centeno.
Quiero
imaginar, por mi experiencia como narrador, que Juan de Iniestas naicó con
intenciones de ser un personaje purgante, uno de esos personajes que se
crean para si no sudar, al menos convocar en un conjuro a nuestros fantasmas
particulares; un personaje que surge para hacer o decir aquello que tememos
realizar por nuestra cuenta.
Así
pues, nos encontramos frente a un escritor que concibe la literatura como
una pócima: al igual que el Doctor Jekyll bebe una pócima para provocar el
nacimiento de Míster Hyde, ese personaje que ejecuta sus miedos, Adolfo Muñoz bebe la literatura para
saldar cuentas no con su biografía, sino con la vida, que es la fuente
nutritiva de la que beben los grandes escritores.
De
manera semejante debió afrontar Calderón de la Barca la aparición en su teatro
de Segismundo, el torturado protagonista de La
vida es sueño, y referencia constante en Tengo palabras de fuego. Y es que es fantaseando, parece decirnos
Adolfo Muñoz, como saldamos cuentas con la vida; dicho en palabras de nuestro
protagonista: “Cuando no se está leyendo
ni soñando uno está condenado a ser quien es, lo que en mi caso es triste”.
Y
Juan de Iniestas se pasea por nuestras lecturas y nuestros sueños en una
novela de estructura en apariencia sencilla, como todas las estructuras que
son fruto del mucho pensar y que el autor, dado el esfuerzo que le ha supuesto
concebirlas, cree, equivocadamente, que se trata de una estructura compleja,
cuando no existe razón para considerar a
las estructuras complejas como más meritorias.
Esta
novela (ordenada, arquitectural) evita con fortuna la perfección. “Lo perfecto es bello, pero es estúpido”,
dicta un proverbio chino. Y se elude la perfección con el virtuosismo con el
que el creador del cosmos, bien sea dios o diablo, elude la perfección de su
obra, es decir: con la presencia de los recodos, las huellas y las
impresiones del mundo: el amor, el
desengaño, el arte, la inteligencia, los olores y sabores, el odio y la burla,
la ironía y la enemistad.
Adolfo
Muñoz es un novelista de corte clásico, uno de esos autores que, al
igual que los grandes del siglo XIX, trata con ternura a sus personajes.
Pero esta impresión dura tan sólo unos minutos de lectura. Enseguida
descubrimos a un literato que no renuncia a las aportaciones experimentales de
nuestro siglo, a las innovaciones lingüísticas, narrativas e incluso
metaliterarias.
Ignoro
qué hay de verdad científica en esta novela que cumple de manera inolvidable
una verdad artística que expresa, inmejorablemente, el narrador: “Si la historia que me relataron no es
cierta, sí lo es que me la relataron”.
Gracias.
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