El aventurero apócrifo
Cartográphica
Andrew me saludó con un muy perezoso “buenos días” envuelto en un tono
neumático. Durante la noche anterior, yo había leído La Regenta. Me encontraba en el albergue de Tadoussac, una
gigantesca casa de campo que adolece de una grave carencia de puertas que
separen las estancias y dormitorios, de modo que cualquier ruido puede circular
por los rincones forrados de pino negro con idéntica libertad de movimientos
con que se prodigan los olores. Esa noche, un búfalo de Vancouver que dormía
con un bañador de ojos estampados roncaba a metro y medio de mi litera. Roncó
sin interrupción durante ocho horas, a pesar de la terapia de codazos a que le
sometió su azorada mujer. Los ronquidos atestaron la atmósfera juvenil,
desfigurando los segmentos de gregoriano que el coro de una facultad inglesa
entonaba en la cocina, en un piso inferior, con unas voces que iban fermentando
por efecto de una combinación de licores de fruta. El búfalo, con ciento
cincuenta kilos de sebo abrazados a la cintura y unas descomunales fosas en la
nariz en las que se veían vibrar las mucosidades sonoras, no permitió a nadie
conciliar el sueño en toda la noche. Pero no le guardo rencor, porque gracias a
su involuntaria hostilidad leí La Regenta.
Cargué todos los cartuchos de la paciencia y abrí el libro por la página
cincuenta y dos, que era donde había interrumpido mi lectura durante el viaje
en autobús. Al tiempo que Ana Ozores sentía el vientre de un sapo en la boca,
yo veía despuntar el día a través del ojo de buey que hacía las veces de
ventana.
Recuerdo
que por la mañana me lavé los dientes tres veces pensando que esa higiene me
ayudaría a despejar el gusto a sopor arisco, a flema y a adulterio reverente
que el tránsito de la noche había infiltrado en mi lengua. Desde los cerros
próximos al río Saguenay y a su desembocadura en el San Lorenzo, acudía al
villorrio la brisa mentolada que se refina en los bosques de coníferas. Los
huéspedes del albergue partieron en sus coches o en bicicletas alquiladas al
encuentro del origen de aquel viento muy ligero. Tan sólo una persona
permanecía hundida sin condiciones en el colchón de su cama. Esa persona había
llegado ayer, a última hora, y le fue adjudicado el peor lugar del albergue, el
más cercano a la entrada, donde era constantemente incomodado por el tránsito
de las personas. Tras una noche tan divergente, y envuelto por la ligera
canícula pastosa que siempre se apodera de las lindes de las grandes masas de
agua, yo sentía una galbana en carne viva que me impelía a no hacer nada; así
pues, me limité a sentarme en los escalones del porche, y permití a mi mirada
vagar por el césped y la quebrada línea del cielo que dibujaban los pinos sobre
las lomas. En Canadá es fácil tocar el silencio vivo e inmóvil del mundo
vegetal. Sé que me hubiera quedado dormido de no ser porque unas nubes finas
como un velo filtraban la potencia de los rayos de sol.
Ignoro
cuánto tiempo transcurrió sin que se me antojara cambiar de postura, antes de
que unos pasos renqueantes hicieran crujir despaciosamente las tablas de la
tarima. Andrew, demostrando ser, tal vez, el único sensato de todos nosotros,
había esperado a que se despertara el búfalo para comenzar a dormir. Aunque,
según supe más tarde, apenas superaba los cincuenta años, su aspecto era centenario;
su cuerpo menudo no era el propio de un hombre bajito cuyo crecimiento se
hubiera estancado en el metro sesenta, y cuyo esqueleto no se dilató lo
bastante como para soportar una masa muscular digna de un levantador de pesas;
se diría, más bien, que Andrew ya había encogido desde el tamaño mediano que
alcanzó en su juventud. Tenía tantos pliegues en la cara que las ranuras de sus
ojos se disimulaban como un valle más en una cordillera. Cuando más tarde pude
observar su rostro con calma, comprobé que sus iris eran de una inocencia tan
celeste como la que tiñe el éter de los desiertos.
Andrew
me saludó con un perezoso “buenos días”, bajó al jardín, se descalzó y se
estiró sin pudor para terminar de desvelarse con la cara vuelta hacia un sol
tamizado. Volvió a calzarse, me saludó de nuevo, ahora con más brío, y regresó
al interior del albergue mascullando. Pude oír cómo se hacía entender con una
de las personas que regentaba el albergue, ralentizando su acento de Manhattan
y obligando a su interlocutor a repetir una y otra vez las respuestas que
articulaba en el francés de Quebec.
-Hablan
un inglés perfecto –le diría yo más adelante-, y al contrario de lo que se
asegura, no tienen ningún reparo en expresarse en ese idioma.
-Lo
sé. Ha sido cosa mía: no les he permitido responderme en otro idioma que no sea
francés, porque me he propuesto aprenderlo.
Andrew
confesaría varias veces, a lo largo del día, que la gente que en Nueva York ha
tenido un trabajo como el suyo no ha podido aprender casi nada, ni siquiera a
cocinar. Nunca he conocido a nadie que tuviera menos vergüenza a la hora de
revelar su ignorancia. Tampoco recuerdo que la justificara por falta de tiempo,
que es la más frecuente de las excusas.
-¿En
qué trabajas? –pregunté.
-No
trabajo. Me jubilé. He sido agente de bolsa durante veinticinco años. Tanto
tiempo en Wall Street basta para fundir una vida -me confesaría más tarde.
Cuando
Andrew se asomó nuevamente al porche, tras un debate bilingüe que más bien
pareció dos monólogos superpuestos, portaba en una mano un mapa dibujado a
lápiz en el que se indicaba la ruta para llegar a la mejor pescadería de los
entornos, situada en un puerto de la región en que el río San Lorenzo es tan
ancho como el mar, o el mar ya se ha adueñado del río. Había que recorrer más
de veinte kilómetros por la costa, llegando casi a la desembocadura del río San
Lorenzo. Andrew se detuvo a mi lado, miró a su derecha, miró a su izquierda y
miró al cielo, a ese lugar donde un círculo de un amarillo entumecido indicaba
la posición del sol; luego se dirigió a mí:
-Voy
a desayunar. ¿Quieres acompañarme?
-¿Hacia
dónde vas?
-Aquí
–afirmó, mostrándome los garabatos que se pintaban en el plano-, a comprar
pescado aquí y comerlo junto al mar. ¿Quieres venir?
Siento
la perplejidad del somnoliento.
-¿Por
qué no? –respondo.
Aquel
año mi situación económica había sido desahogada, y pude permitirme viajar
durante unos meses por Estados Unidos y Canadá. Tracé un itinerario que me guió
hacia varios puertos de mar: el pandemónium de mástiles recién barnizados que
adornan el urbano muelle de la alta sociedad de Manhattan, recortándose contra
rascacielos de cristal azul; el organizado y casi victoriano de Boston; el
pequeño puerto de Bar Harbour, en el parque nacional de Acadia, donde la niebla
recrea una atmósfera mística en la que se respira con limpieza; y varios de los
situados en la costa de Nueva Escocia, una de las zonas del planeta donde los
segundos caen más despacio: la pausada belleza de Lunenburg, la brumosa soledad
de Blue Rocks, o la inmensidad del puerto natural de Halifax; también recorrí
las costas de la Isla del Príncipe Eduardo, donde los fondeaderos confunden su
dedicación a los botes de recreo con su acogida a los barcos de pesca. Hasta
que llegué al puerto de agua dulce de Tadoussac, donde conocí a Andrew.
Andrew
había arribado conduciendo, desde Nueva York, un Ford Fiesta de catorce años
con la carrocería hecha un higo de lata. La tapicería de los asientos no era
más fuerte que una gasa; no había repuesto la varilla del limpiaparabrisas que
le robaron en un aparcamiento de la Séptima avenida, y se habían roto los
mecanismos manuales que sirven para subir y bajar las lunas de las ventanas. En
la parte posterior, sujeta al vehículo por unos amarres de bricolaje casero,
una bicicleta de principios de siglo se exponía a todas las inclemencias
climatológicas y al humo graso y espeso que se escurría del tubo de escape.
Ningún centímetro cuadrado de la bicicleta carecía de herrumbre. Andrew intentó
poner en marcha el motor del coche. Algo bajo el capó rezongó con una tos
semejante al ronquido de Vancouver que no nos había permitido dormir. Andrew
hurgó en unos cables forrados de cinta aislante que asomaban bajo el
salpicadero. Giró la llave de contacto con una insistencia pueril y violenta.
Cuando yo estaba a punto de advertirle que de seguir insistiendo quemaría el
encendido, el artefacto arrancó. Tampoco funcionaba la aguja de la velocidad, y
Andrew se orientaba por el indicador de las revoluciones.
-En
cualquier caso –aseguraba- va a ser difícil que supere los límites de velocidad
permitidos por mucho que pise el acelerador de este trasto.
Fue
durante esos veinte minutos de trayecto cuando Andrew me comentó que había
bregado demasiado tiempo como tiburón en Wall Street.
-Y
exactamente, ¿qué es lo que hacías? –indagué.
-No
sé si prefiero no recordarlo, o simplemente no hubo tiempo suficiente como para
que se grabara en mi memoria.
Me
explicó que si sus cálculos habían sido correctos, sus inversiones en propiedades
bastarían para permitirle vivir de las rentas sin precariedades. Para él vivir
cómodamente significaba viajar en un Ford moribundo, pasear sobre una bicicleta
que ya hace lustros superó la fecha de caducidad y alojarse en albergues de
dormitorios compartidos donde cualquier búfalo hostil te impide dormir. El que
no desea nada, lo posee todo.
-En
cualquier caso –aseveraba-, los años que estuve trabajando yo no poseía mucho
más, y si lo tenía no me enteraba, pues cuando se vive el mito de Wall Street
no se recibe la oportunidad de ocupar la cabeza en otros asuntos.
Con
los pocos ahorros que puede obtener alguien de su posición, se había comprado
un apartamento en la zona baja de Manhattan, “donde te puedes alojar cuando te
acerques por allí”, me invitó:
-Lástima
que no lleve otro juego de llaves encima para prestártelo por si acaso llegas y
yo no estoy –y a continuación me explicó cómo era su apartamento-: es una
simple habitación con baño. Si te colocas en el centro y estiras los brazos,
mientras con una mano tocas la cama con la otra puedes preparar una tortilla.
Mostré
mi extrañeza ante un nivel de vida en apariencia inferior al que yo consideraba
que debía tener alguien que había ocupado su posición social.
-En primer lugar –aclaró-, debes tener en cuenta que
Manhattan es muy caro. En segundo lugar, te informo de que los agentes de bolsa
ganan menos dinero del que la gente cree, pero deben fingir riqueza para
mantener un estatus social tal que los clientes no dejen de confiar en él. Los
clientes son, en realidad, el enemigo de los agentes de bolsa. He visto
circular miles de millones de dólares por mis manos, de los cuales yo retenía
una miseria. Ten en cuenta que nuestras ganancias se gestionan por comisiones,
y que los clientes juzgan que el dinero que recibimos se lo estamos robando a
ellos, que debería ser parte de sus beneficios, con lo cual los porcentajes de
nuestras comisiones son mínimos. Nuestros clientes no se cansarían de acumular
fortuna aunque nos estuvieran asesinando a mordiscos. Y si un día pierdes, el
cliente te despide y se las arregla para que quedes endeudado.
Otra
de las cosas para las que Andrew no había tenido tiempo en toda su vida, fue
para casarse o formalizar una relación al menos durante unos meses. A lo largo
de veinticinco años sólo había hecho el amor pagando y sin alternar
previamente. Del único amigo del que le oí hablar fue del director editorial
del Reader’s Digest.
-Lee
mucho, aunque bien mirado no sé si es un hombre culto –comentó-, pero es un
tipo muy informado.
Llegamos
a nuestro destino, una villa portuaria dócil bajo el cielo inmenso y de un azul
abierto tan característico de la tierra que se arrima al mar.
Durante
las maniobras para aparcar, del automóvil se fugaron todos los ruidos de aceite
y chatarra que transportaba bajo la carrocería. Me pareció que había una fragua
de duendes infernales, gremlins,
masacrando los tornillos y la chapa, chapoteando en la gasolina.
En
la pescadería los filetes frescos reposaban sobre un hielo picado expuesto en
una configuración armónica y polar. Recuerdo mi sorpresa ante la variedad de
colores que presenta la carne cruda de los pescados de la península del
Labrador y la región de Terranova en estado crudo. Andrew fue señalando, una
por una, todas las piezas que había sobre el mostrador, y preguntando el nombre
del pez. Le envolvieron media docena de filetes en papel de estraza, al tiempo
que le indicaban la dirección de un ultramarinos y la calle que debía seguir
para alcanzar el malecón. En el ultramarinos compró sal y mantequilla. Nos
dirigimos a la costa. No había cerros alrededor y el viento circulaba con la
única libertad que posiblemente existe, y que estriba en una facilidad total
para moverse por donde a uno le apetezca.
Andrew
acomodó con escasa pericia una bombona de camping entre las rocas y la arena,
al pie del malecón. Estrenó y enroscó un infiernillo, y probó la estabilidad de
la instalación colocando una sartén sobre las varillas. Llevaba consigo un solo
plato y un único tenedor.
-Esto
para ti –dijo, extendiendo el plato hacia donde yo estaba-, yo comeré en la
sartén.
Como
el aire giraba caprichosamente, Andrew se veía obligado a cambiar
constantemente la ubicación del camping gas. Cada vez que lo situaba de nuevo,
equilibrándolo con piedras bajo la bombona, hacía una prueba de estabilidad con
la sartén, y cada vez con mayor riesgo.
La
costa formaba una pequeña bahía, y frente a nosotros un espigón de tierra se
internaba quinientos metros en un mar tan tranquilo y plano como un espejo sin
imágenes. Sobre el rompeolas natural se desperdigaban casas para turistas y al
final del paseo, al límite del mar, donde las aguas dulces y saladas se
confunden, se levantaba una grave cruz de hierro colado.
-Se
está bien aquí –dijo Andrew al reparar en que yo contemplaba ese paisaje tan
sencillo, hecho una cinta de horizonte. A continuación tornó a su batalla con
la sartén, la mantequilla y el equilibrio. Mientras estaba cocinando no cesaba
de mascullar interjecciones y tonadillas, de mascar la nada. Los trozos de
pescado se migaban al pegarse a la sartén maltrecha. Preparó la mitad de los
filetes, que sirvió en el plato y me regaló.
-Cómelo
–dijo-, antes de que se enfríe.
Clavé
una mirada perpleja en el único tenedor de que disponíamos y que Andrew
utilizaba para volver en la sartén las tiras de pescado.
-¿Miras
el tenedor? –interrogó Andrew-. Bueno, estoy pensando que quizá sea mejor que
yo disponga de él y que tú comas con los dedos. Me quemaría si intentara coger
la comida directamente de la sartén.
Entonces
vi cómo Andrew se apartaba repentinamente del infiernillo, y pegaba un salto
que le hizo tambalearse. Andrew saltó a tiempo, justo antes de que la
mantequilla encendida cayera sobre sus pies, cuando la bombona terminó por
vencerse y nos sorprendió en un volteo que malogró una excelente pieza de un
animal marino cuyo nombre ignoro. La carne del pez se embadurnó de arena.
Andrew exclamó en unos murmullos como graznidos lenes, maldiciendo con todas
las imprecaciones que se encuentran en los diccionarios de Oxford y de Harlem.
Me miró, sonrió y recogió la loncha dorada y sucia. Sacudió la carne con el
envés de la mano, recolectó trozos dispersos del pescado, que se había
desmigado al chocar contra las piedras, y arrojó todo nuevamente a la sartén.
-Pienso
comérmelo sea como sea –afirmó sin complejos y sin rencor-. No voy a dejarlo
ahí –sonreía.
-¿Quieres
que te cambie el plato? –ofrecí-. Al fin y al cabo, yo no tengo mucha hambre:
he podido desayunar.
-Tú
limítate a acabar tu ración –ordenó.
Antes
de guardar la sartén en el maletero, la frotó con tierra y la remojó en las
olas.
Hicimos
el camino de regreso bordeando la costa para no perder la dirección que nos
podía guiar hasta una gran duna que cae hacia el río San Lorenzo con un
desnivel que rozaba los cuarenta y cinco grados, y que superaba una altura de
más de cien metros. Es uno de los parajes más populares de la región, y los
críos acudían a la playa que se encontraba en la parte de abajo para tratar en
vano de ascender la montaña, con las piernas hundidas hasta la ingle en una
arena parda. Los adultos preferían aparcar en la zona superior para que el
viento les peinara el cabello y la nostalgia. Allí di por concluida mi
conversación con Andrew, dado que los rugidos del aire no me permitían
descifrar su voz de golosina vieja.
Una
vez que retornamos al albergue de Tadoussac, Andrew me sugirió una despedida
mientras descolgaba la bicicleta de los anclajes.
-Si
no te importa –dijo- voy a dedicarle un rato a mi bicicleta. Hace mucho que no
practico y estoy fuera de forma, por eso quiero que este aparato no se me
resista mañana. Voy a ir tan lejos como pueda.
Le
vi sacar un estropajo de la guantera y frotar las ronchas de óxido que se
acomodaban desde hace lustros sobre el cuadro de la bicicleta como musgo que en
otoño se apodera de las rocas. Imaginé qué tipo de óxido debía ser aquel,
generado en el aire salino y poluto de Nueva York.
Aproveché
esos instantes de la tarde para acercarme a la boca del único fiordo que existe
en América del Norte. En verano las ballenas arriban a Tadoussac y remontan el
fiordo al encuentro de masas del placton que se reproduce en agua dulce. Llegué
a tiempo de ver los lomos de nata de las belugas y los chorros de aire de una
familia de ballenas grises. El cielo se había abierto, y decidí permanecer allí
sentado en tanto que el sol se extendiera sobre las superficies de las lanchas
de roca que cubrían las orillas y, del agua tranquila, interrumpida aquí y allá
por colinas del cuerpo de las ballenas. Los espectadores nos dejábamos lamer
por un calor tardío y muy tierno.
Volví
al albergue con el estómago convenientemente sacudido para la cena, y encontré
a Andrew concentrado en una disputa de ajedrez de la que él no era sino un
espectador. Al finalizar la partida, Andrew pidió permiso para ocupar la plaza
que dejaba libre el derrotado. Pero en lugar de colocar las figuras en
disposición de iniciar una nueva partida, las dispuso como si el juego se
hubiera desarrollado en gran medida.
-Aquí
es donde él cometió el error –explicó mientras señalaba al jugador vencido-,
moviendo este alfil. Debería haber sacrificado este caballo.
Su
rival aceptó el desafío de retomar el juego allí donde Andrew insinuaba, y
perdió en nueve movimientos.
-Hola
Ricardo –me saludó Andrew-. ¿Quieres jugar?
-No,
lo siento. No me atrae el ajedrez. Quizás es porque soy muy malo, o quizás
porque me aburre, y me aburre porque no soy lo bastante inteligente.
-Confundir
la inteligencia con jugar al ajedrez es un disparate –me aleccionó Andrew, y
por primera vez sus palabras, al adquirir una función docente, se transformaron
en vocablos inteligibles, bien articulados-. Esto es una banal actividad de
tácticas. Yo apenas he jugado al ajedrez en mi vida, y si lo hago bien no es
porque sea inteligente, que no lo soy, sino por su semejanza con la
especulación en bolsa.
Andrew
quedó enfrascado en otra partida mientras los demás nos dirigíamos al comedor.
Esa noche me acosté pronto para madrugar al día siguiente, alquilar una canoa y
acercarme al lago más próximo, donde viven castores. El búfalo de Vancouver
había partido y caí en un sueño profundo sin tener tiempo para asomarme a
ninguno de los libros que me acompañaban. No volví a ver al agente de bolsa
retirado. Si la cualidad que se le supone al aventurero es el valor, el
mesurado arrojo hacia lo ignorado, Andrew era, sin duda, un aventurero, porque
a pesar de haber conocido las cloacas del dinero y la especulación su espíritu
parecía mantenerse tan virgen como el de un monaguillo. Y, sin embargo, su
imagen no puede estar más alejada de la del viajero corajudo. Su aspecto
anciano, recorriendo el mundo en un Ford Fiesta marchito, o como un caballero
caduco sobre una bicicleta decimonónica, haciéndose entender con su acento de
goma ajada, sus escasas tablas para orientarse en otro lugar que no sean las
calles aritméticas de la Gran Manzana, el poco protagonismo que hincha sus
pulmones, me hacen pensar en que él es la versión más disimulada que uno puede
encontrar de un aventurero. Carecía de muchas cosas, pero no de valor. Lejos de
los mitos arrogantes, de la audacia y la temeridad, Andrew era, entre los
nómadas, un aventurero apócrifo, por el sencillo hecho de que se negaba a
considerarse a sí mismo un aventurero.
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