Ya fallecí
Ricardo Martínez Llorca
Cartográphica
Desde
la orilla, lo más natural es suponer que hace cien años un aventurero de Conrad
se encontraba remontando el río Mekhong para tropezar con un demonio seductor
en la jungla que alfombra el pie del Himalaya. Este héroe, excitable y afortunado,
también navegó en la piel de dulces jóvenes de Indochina cuando ellas aún
cantaban frente a los espejos ovalados melodías como licores de azúcar, y
paseaban por calles de barro vestidas con faldas de seda ceñidas por los
tobillos, deslizando sus talles de vidrio con una ternura venérea. Un siglo
después el intruso que recorre el “Puente de la Amistad” sólo encuentra
emigrantes laosianos, con los pantalones vaqueros tan raídos como los ojos,
lanzándose a la búsqueda de fortuna en las tierras de Tailandia. El Mekhong,
uno de los ríos decanos de la historia, fluye como frontera natural, se
aprovecha como arteria de comunicación y transporte, y arrastra todo el lodo de
Asia, empujando fango y agua dulce desde un recoveco de Tíbet lavado por los
monzones en la última estación húmeda. En Vientiane, la capital de Laos, el
alemán que regenta el hotel donde me alojo, en el momento de despedirnos me
felicita por haber escogido este país como destino de viaje: “Hace cuatro años
no había coches, y ayer mismo tardé media hora en cruzar la calle. Dentro de
otros cuatro años esto será tan turístico como ciertas regiones de Vietnam o
Tailandia. La gente visitará Laos alojándose en hoteles y comiendo en
restaurantes donde la televisión esté permanentemente conectada a la CNN, y en
los bares pedirán cerveza San Miguel. Se acabó la delicadeza oriental”.
Dentro
de una semana debo regresar a España en vuelo desde Bangkok, y decido salvar la
frontera. Cruzo el “Puente de la Amistad”. En Nang Khong, una fronteriza ciudad
mercado, me albergo en una casa de huéspedes con jardín y vistas al río. Antes
de inscribir mi nombre en el registro, corro al retrete y me sorprendo al no
dar con el acostumbrado modelo turco, sino una inmaculada e insólita taza de
estilo occidental. Al levantar la tapadera descubro un cartel rotulado que
avisa: “Para los gentiles culos asiáticos: NO ponerse de pie sobre la taza”.
Por el suelo de los servicios y las duchas, de pulidos y sueltos guijarros,
vagan las ranas del Mekhong; como todo lo que se tiñe de verde en este país,
son de un color intenso y vivo.
Decido
permanecer allí un largo fin de semana, tiempo que será suficiente para trabar
mi ruta en un fértil vericueto de gente:
Una
muy joven pareja de ingleses, con el rostro acribillado a pendientes de plata,
acaba de emplearse en el hotel. Todavía no han aprendido a descifrar el libro
de registro o los ingredientes del menú. Duermen en la habitación contigua a la
que se me ha cedido, y ninguna mañana les apura el timbre del despertador, con
lo cual tardan en desembotarse. Al grito de “¡mierda, mierda, mierda!” se
incorporan al trabajo sin tiempo para desayunar. En ningún hotel me habían
atendido antes con tanto afecto.
A
la hora de la cena, un mestizo de cuarenta años y delatores rasgos de la madre
África se acerca al comedor para beber un litro de agua mineral en compañía de
los visitantes. Nació en Estados Unidos. Pero es hijo de una mujer senegalesa y
un hombre de Marruecos. Pasó gran parte de su vida en Nepal y ahora reside en
Tailandia. Planea mudarse a Tanzania, “seguramente a Zanzíbar”, me indica.
Recorrió el mundo como miembro de las Fuerzas de Paz de la O.N.U., y
actualmente posee una librería en la que destacan los estantes destinados a
literatura “étnica” (las comillas son mías). Más de la mitad de los libros que
llenan esta sección son producto de la fantasía de Tony Morrison. “Hago lo que
puedo por reivindicar África. ¿Qué imagen se tiene en Europa de este
continente? Cada vez que aparece una fotografía en la sección internacional de
un periódico, se ve gente muriéndose de hambre o moribundos y muertos con el
cráneo abierto a machetazos; mientras tanto, en la página contigua se encuentra
una información sobre un país europeo o norteamericano en la que unos señores
de piel lechosa exhiben traje, corbata y barriga, y se saludan con sonrisas
sintéticas y dientes de metacrilato. Y creo que el mundo no es de un
maniqueísmo tan simple”.
A
la hora del desayuno coincido con un danés casi viejo, con iris descoloridos,
que no ha saludado a su maquinilla de afeitar en una semana, y en varios
minutos ha dado buena cuenta de medio litro de Chivas, pista suficiente como
para deducir que ha venido a Nang Khong desde las tiendas libres de impuestos
del aeropuerto, sin escalas y tal vez si probar bocado. Se trataba de un fleco
del grupo de hippies que en los años setenta se afincó en Goa. Con el cambio
del siglo y la llegada de las fiestas de música tecno a su refugio, los hippies piensan en nuevas costumbres, en
otras fugas, y maldicen las modas, excepto la moda hippy. El viejo danés se
dirige a Luang Prabang, en el corazón de Laos, para ponderar los riesgos y
venturas de residir allí, de trasladar su estudio. “Soy artista”, dijo. A media
tarde le vi balanceándose en un columpio fabricado con el neumático de un tractor,
tumbado boca arriba, cantando coplas a los cúmulos que se deslizaban sobre el
cristal del cielo. A su lado, la botella vacía. El color bermellón de la sangre
se filtraba al exterior por todos los poros de su cuerpo.
Un
cocinero sueco, de dieciocho años, trabaja en un restaurante de Vientiane. Huyó
de su país detrás de su novia adolescente, a cuyos padres se les adjudicó Laos
como destino diplomático. Cada tres meses, el cocinero cruza la frontera para
obtener un nuevo visado de turista. Asegura que para un europeo resulta
imposible obtener permiso de trabajo. Durante los tres o cuatro días por
trimestre que permanece estancado el Nang Khong, acostumbra a enseñar juegos
malabares a sus compañeros de hotel.
Julian,
un inglés asentado en Tailandia, casado con una mujer asiática que semeja una
silueta de cristal, nos relata el drama de su hijo: el bebé nació sin la
arteria que porta sangre fresca del corazón a los pulmones. Su organismo, a
modo de compensación, generó numerosas y diminutas arterias, minúsculos
sucedáneos, que cumplen esa misión con suficiente entrega como para mantener al
niño con vida. En un hospital especializado de Londres le revelaron que una
solución definitiva pasa por múltiples intervenciones quirúrgicas. Julian
comenta que las posibilidades de que este fallo del código genético se
reproduzca en un nuevo hijo son del cien por cien. Después de beber otra
cerveza, nos anuncia que su mujer está embarazada.
Cuando
al poco de llegar me reúno con un grupo de gente que conversa alrededor de tazas
de café, la primera persona que me presentan es un viajero pelirrojo que
presume de haber alcanzado ese extremo del planeta sin subir a un avión. Es
portugués. Me acerco a saludarle.
-Pues
el portugués es un idioma mucho más interesante y útil de aprender que el
español –es su respuesta a mi ademán. Reconozco que para expresar su dictamen
hacía buen uso del inglés. Yo había avanzado el brazo para estrechar su mano y
quedé perplejo, rígido, a merced de su pueril rencor-. Es cierto –insiste-,
porque si sabes portugués puedes entender el español, y, sin embargo, los
españoles no nos comprenden.
Confieso
no sentirme muy orgulloso de mi nacionalidad geográfica, incluso en cierto modo
comparto ese parecer que nos adjudica incomprensión hacia nuestro país vecino,
aunque de un modo sin duda distinto al que sugería el portugués. Aun así, aquel
viajero pelirrojo comenzaba a enfadarme. No soy ingenioso y mi cerebro funciona
muy despacio; así, pues, permanecí callado en tanto elaboraba una réplica,
permitiéndole continuar con su soflama contra uno de los idiomas de la
península ibérica y a favor del otro. Yo juzgaba que era paradójico que la
única vez en mi vida que se me han planteado trabas a la hora de relacionarme
con una persona de Portugal, la conversación transcurriera en inglés y tan
lejos de Europa.
-...
eso es lo que les sucedió a mis amigos cuando viajaron por España –continuó
perorando, sirviéndose de ejemplos para sostener su tesis.
Cuando,
finalmente, pude intervenir, tan sólo discurrí afirmar que con frecuencia yo
también tengo problemas para entenderme con la gente de mi país.
-Eso
no sucede en Portugal –alegó.
Fue
entonces cuando una voz apacible y secular acudió en mi socorro pronunciando la
que quizás fuera la respuesta más apropiada a esta reiteración enquistada:
-Oh,
qué interesante.
Tenía
una piel de pergamino tan milenaria como las leyendas. Los rasgos asiáticos.
Era un anciano miope que usaba anchas gafas de pasta negra. Escuálido, con la
cabeza redonda y grande y el pelo negro azabache y una horrible verruga en su
mejilla izquierda. Era, además, bajito y cojo. Sostenía frente a él, con ambas
manos apoyadas en la empuñadura sin tallar, un bastón de madera sin más adornos
que las vetas y nudos vegetales, pintado con un barniz muy oscuro. Jo era un apátrida
de origen filipino, y poseía setenta años asidos como lastre a sus piernas.
El
portugués prolongó su retórica de agraviado unos minutos más, pero en ese
momento yo había conseguido vencer mi rigidez y había ocupado un asiento junto
al anciano. Cada vez que un navajazo a mis escrúpulos me impelía a responder,
Jo, que parecía prestar seria atención a la soflama, se me adelantaba
exclamando levemente “Oh, qué interesante”. No percibí el menor poso de elogio
o ironía en su voz.
Media
hora más tarde, un victorioso portugués parte a una insobornable conquista
lexicológica de Laos, China y Siberia.
Durante
los últimos meses Jo había sido fiel a esas tertulias que se gestaban al sopor
de la sobremesa. Las sombras verdes y frondosas de las veras del río otorgaban
al aire un clima benigno, que Jo aprovechaba como refugio para corregir el
manuscrito de un libro. A caballo entre la ficción, la novela histórica y el
ensayo artístico, Jo pretendía narrar la edificación sentimental de un palacio
y una cúpula que un príncipe indio dedicó a su amada.
-¿El
Taj Mahal? –indagué.
-Parecido.
Es un caso parecido, anterior y bastante más pobre.
Unos
meses más tarde, mientras viajaba por el estado indio de Karnataka, visité este
palacio. Pero esa historia pertenece a Jo.
No
creo que exista forma humana de sumar los metros que Jo había recorrido a lo
largo de su vida. Aunque acostumbraba más a escuchar que a imponer su voz, que
semejaba pliegues de aire, en ocasiones refería alguna anécdota de sus viajes,
y siempre comenzaba citando el año en que sucedió:
-En
1972, cuando me encontraba en Kenya, tratando de seguir, por tercera vez en mi
vida, la ruta en torno al globo terráqueo que dibuja el ecuador...
Al
cabo de dos días coincidiendo frente al tumultuoso río pardo, le pregunté cómo
había conseguido viajar tanto, de dónde había sacado tiempo, dinero y eso que
se conoce como ganas y se significa por la escasa nostalgia por una aldea a la
que retornar.
-No
tengo tierra. Nací en Filipinas y me alejé pronto de allí –contestó-. Mis padres
murieron cuando yo era un crío. Aprendí inglés siendo adolescente. Una vez que
dominé con cierta solvencia esta lengua, y cuando tenía en mi poder un permiso
de trabajo y residencia en Gran Bretaña, olvidé mi idioma materno. Ahora mismo,
sería incapaz de pronunciar un monosílabo en ese dialecto. La verdad es que mi
inglés dista de ser perfecto, pero es el único idioma que domino con corrección
suficiente como para no cometer graves errores gramaticales al escribir. El
principal defecto de mi inglés literario es la escasez de léxico. Como
comprenderás, el sentimiento que vierto hacia el idioma, al carecer de uno que
pueda designar como propio, es similar al que experimento por la patria. Nunca
he tenido casa ni dirección fija, y jamás he acumulado más bienes de los que
puede contener una mochila. Ni siquiera ahora, cuando la vejez me obliga a
permanecer casi inmóvil, hago acopio de pertenencias. Posiblemente sea por eso
por lo que pude viajar tanto, moverme tanto. Nunca tuve un destino al que
regresar.
Recuerdo
sus constantes silencios muy atentos. Al revisar mis cuadernos, encuentro
frases suyas dispersas. Busco reunirlas para componer un discurso que admito
como impropio de su cansancio crónico y muy débil.
-De
joven trabajaba muy poco –confesaba-; tal vez dos o tres meses al año. El resto
del tiempo lo dedicaba a peregrinar por el mundo. Como apenas acumulaba dinero
no gastaba en transportes y me desplazaba únicamente andando o en autostop.
Comía frío a diario; durante semanas me alimentaba de fiambre y pan y latas de
bonito. He dormido en las cunetas de todas las carreteras de la Tierra. Pero
eran otros tiempos. Hace treinta y cuarenta años en las carreteras apenas se
presentaban riesgos.
Cuando
callaba se podía sentir el flujo de la sangre atravesando su corazón y
resonando contra las costillas en un eco suave.
-Empecé
a considerar que pisaba el lodo de un problema hace menos de diez años, cuando
me di cuenta de que no podía vivir eternamente así, que mi salud se resentía y
que no había ahorrado dinero, ni disponía de rentas ni había cotizado lo
suficiente en ningún país como para percibir una pensión. Fue entonces cuando
caí en la cuenta de que los escritores cobran un porcentaje de las ventas toda
la vida y opté por dedicarme a escribir. Como lo único que sé hacer es viajar,
quise consagrarme a las guías para viajeros. Y así, a través de gente que había
ido conociendo, contacté con Tony Wheeler, el fundador y director de Lonely Planet. Le pregunté qué países le
gustaría incluir en su catálogo, aunque ofrecieran aparente dificultad, mayor
aún para un hombre de sesenta años. He escrito las guías de Pakistán y Bangla
Desh. Por si algún día pretendes contactar con él, debo advertirte que Tony,
además de simpático, es un auténtico mercader. Sabe vigilar su negocio.
Recuerdo que para hacer el viaje por Bangla Desh me entregó un dinero que
apenas bastaba para sobrevivir allí dos meses; protesté por la falta de tiempo
y recursos. Tony me respondió que a él le interesa la gente que viaja deprisa,
deprisa, pues de lo contrario, teniendo en cuenta el tiempo que supone la
producción y distribución mundial del libro, la información llegaría caducada a
los lectores. La verdad es que siempre aparece caducada; en ocasiones las
noticias que aportan las guías son arcaicas.
Después
de muchas horas conversando, me fijé en sus iris oscuros. Tenía ojos de antaño,
con un brillo de aceite, como si estuvieran vivos y embalsamados.
-¿No
conocerás a Joe Cummings? –me preguntó-. Joe preparó las guías de Tailandia y
Laos. Coincidí con él aquí, sentados a esta misma mesa, mientras recopilaba
información para escribir sobre Laos. Lo que hizo fue instalarse en este hotel
y alquilar una moto. Todos los días cruzaba la frontera antes del amanecer y
regresaba por la noche. Apenas durmió un par de veces al otro lado del Mekhong.
Estuvo dos semanas trabajando así para recoger toda la información que consta
en la biblia de los viajeros que atraviesan Laos. Una vez al año pasa por aquí,
para renovar la guía de Tailandia, y se sienta a cenar con Julian; le hostiga a
preguntas: qué hoteles han abierto y cerrado, cuáles son los precios de los
restaurantes, si han cambiado los horarios y las tarifas de los autobuses y los
trenes, etcétera. Así se elaboran los manuales en los que tanto confían los
mochileros. Al igual que los novelistas de ficción, los autores de guías osamos
hablar de cosas que tal vez existan, pero que no conocemos personalmente.
Me
desconcertaba la capacidad que Jo tenía para respirar inmóvil, se diría
nutriéndose del silencio.
-Recuerdo
que cuando estaba en Bangla Desh tuve que llamar a Australia y pedirle a Tony
más dinero y otros quince días para terminar el trabajo. No sé conducir una
moto. Siempre me he movido en transportes públicos, y en Bangla Desh son
escasos y no muy veloces.
-¿Sólo
escribes guías? –interrogo- ¿No te has propuesto trabajar para una revista o
escribir una novela?
-También
he escrito algunos artículos para revistas y periódicos, pero nunca quise
atarme a nada. Ahora confío en encontrar editor para mi libro. Ya estoy
haciendo las correcciones de estilo. Supongo que cuando acabe esta tarea
buscaré otro lugar donde albergarme unos meses, tal vez al sur. Viajaré así de
despacio hasta que decida que se ha acabado mi tiempo. Tengo la fortuna de
saber que puedo elegir la fecha de mi muerte. Ya fallecí una vez, hace un par
de años, durante una operación a corazón abierto. Recuerdo que no había nada y
de repente me descubrí viajando hacia una luz muy intensa. Al principio creí
que esa luz significaba el otro lado de la vida, que alcanzarla equivalía a
morir, pero de pronto me di cuenta de que se trataba de la lámpara del
quirófano. Entonces me di la vuelta y descubrí que acababa de abandonar mi
cuerpo. Los cirujanos se esforzaban, operaban implacablemente, inútilmente,
maniobraban con todas mis vísceras al aire, azotaban mis órganos. Entonces
decidí que aún no había llegado mi hora y regresé a este caparazón de piel y
huesos. De aquel tropezón con la línea de la muerte conservo esta cojera; algo
dejó de funcionar en el riego sanguíneo de mi pierna, que pareció morir para
advertirme siempre del peligro que corro paseando por esta Tierra. Tal vez por
eso ahora duermo tanto. ¿Te extraña esta dualidad tan evidente entre cuerpo y
alma? Intentaré explicarla con un interrogante y un ejemplo. ¿No tienes la
impresión de que un pedazo de tu alma te abandona si contemplas cómo se
adormece la tarde, y que tienes que hacerlo regresar de los colores de miel y
cobre en que se ha enfrascado por que tiende a huir tras ellos?