El paralelo etíope
Diego Olavarría
Lince
Barcelona, 2022
170 páginas
Vamos a intentar resumir
el malestar que supone el viaje: uno desea que todo mejore, también lo de los
demás, lo de la gente que uno conoce, pero al mismo tiempo desea que nada cambie
para así poder asistir al espectáculo del mundo. Para poder disfrutar de la
sensación de alejarse de lo cotidiano, uno ruega para que lo ajeno, lo extraño,
lo de otros lugares y otras razas, permanezca igual, aunque esa igualdad
suponga un atraso innecesario. Pero si uno viaja, de verdad, con todo el
aliento saliendo a bocanadas desde esa parte del alma que llamamos pulmones,
uno desea que la vida de los que no tuvieron tanta suerte también mejore, es
decir, avance como avanzó la nuestra. La dirección de la civilización occidental
es la correcta, al menos en lo que toca a mejoras como las que facilita la
medicina y el estudio de mejoras del sueño, pero eso implica mantener parte del
mundo en el espectro de ese adjetivo tan odioso que es el de pintoresco, para poder
ejercer el viaje en épocas de ocio.
De ese conflicto trata
esta crónica, El paralelo etíope, en el que su autor es turista, viajero y
viajero vertical, de esos que intentan formar parte del lugar al que van, a la
vez que encuentra lo desgarrador del turismo, de los mochileros y de cualquier otra
forma de colonización. La colonización se caracteriza porque el colonizador
tiene más dinero que el colonizado. Y a partir de ahí se podría abrir un
debate. Pero no vamos a resolverlo a través de la mirada de Diego Olavarría
(Ciudad de Méxcio, 1984), que se empeña en reflejar los parajes, físicos y humanos,
de Etiopía.
“Esa idea del viaje como
una colección de «contenidos digitales», combinada con discursos bienpensantes que ven en el acto de
emitir juicio sobre culturas ajenas una suerte de pecado colonial imperdonable,
ha convertido la literatura de viajes en un género problemático: ¿qué pueden
decirnos unos escritores -la mayoría hombres, la mayoría blancos- acerca de países
que ni son los suyos? ¿Por qué nos señalan las fallas del mundo cuando podrían
limitarse a tomarle foto a un atardecer o a un templo?”
Eso comenta en el prólogo,
donde también afirma que “en un mundo imperfecto (…) las narrativas viajeras
que relegan lo controversial y lo incómodo convierten el cato de viajar en algo
inocuo y banal. Es decir, en una forma de mentira”.
Hemos sacralizado
bastante el viaje, sí. Y se está convirtiendo en un monstruo que se
autofagocita: el viaje dejará de existir por culpa del propio viaje. Que
nosotros lleguemos hasta los lugares que nos son más ajenos, provocará que esa
impresión de lo extraño vaya dejando de existir. Mientras tanto, podremos
compartir esta experiencia, la de Diego Olavarría, que nos trae una estupenda
crónica, fragmentada porque el país que visita posiblemente sea un país
fragmentado. Lo cierto es que sí consigue transmitir las impresiones que una
estancia en Etiopía debe provocar: el aparente caos y la aparente inseguridad,
la esencia humana que subyace, la necesidad de salir adelante, o la lucha por
la vida, porque la vida es algo por lo que merece la pena luchar.
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