Ama
José
Ignacio Carnero
Caballo
de Troya
Barcelona,
2019
230
páginas
Edipo
quiso, en el fondo, dejar de ser el mismo, o al menos de parecerlo. O, para ser
más concretos, que no le sucediera el destino que los dioses habían escrito
para él, un deseo tan noble como necesario: la condena a ser lo que alguien
ajeno ha decidido por nosotros es una cárcel. En el caso de Edipo, dio nombre a
un síndrome sobre el que mantenemos una vigilancia latente hasta el final de
los días. Pero hasta el final de los días propios, pues ni siquiera la desaparición
de la madre nos libra de la maldición de los fantasmas interiores, si es que
esos fantasmas existen. En cualquier caso, la atención a las diferencias entre
el amor natural y los síndromes naturales, pueden dar lugar a conflictos
emocionales, de esos que uno medita y consume en soledad. Es la soledad lo que
da pie a esta novela, Ama, más que la
resolución de un Edipo que, a juzgar por el texto, el autor tiene bien
trabajado. Aunque en manos de un psicoanalista, la lectura pudiera dar lugar a
una falsa interpretación. Sea como sea, el movimiento de piezas que surgen del
fallecimiento de la madre da pie a una obra con bastante potencia emocional, y
eso es lo que importa.
Si
tratáramos sobre síndromes, en realidad el que se impone es el síndrome del miembro
fantasma, ese que lleva a quienes sufren una amputación a creer que el miembro
sigue presente debido a la forma de procesar y transmitir información del
sistema nervioso. Para solventar este síndrome se han creado estimuladores que
se implantan en la médula. Eso resulta más o menos acertado siempre y cuando lo
que nos falte sea algo orgánico, biológico: piel, carne, huesos y sangre.
Todavía no se ha inventado el aparato que nos evite el síndrome de miembro
fantasma cuando el que desaparece es un ser querido. Y, de hecho, en caso de
existir apenas convencería a nadie para ponérselo. Nada más triste que evitar
sentir una tristeza que pertenece al rango exclusivo de la sensibilidad. El
intento de José Ignacio Carnero (Portugalete, 1986) es algo parecido al de cauterizar
a través del espacio literario. El problema no es la novela a la que da lugar,
que contiene buenos mimbres y merece la pena ser leída, sino que la catarsis a
través de la escritura jamás se ha producido. Aunque esa limitación pertenece
al terreno de lo personal, tal vez de lo psicológico, a alguna de las etapas del
duelo, y no es el que nos ocupa.
En
lo que se refiere a Ama, la obra se
nos presenta con un existencialismo sobre los cimientos de lo cotidiano: el
narrador es un hombre integrado en la estupidez social, y descubre que es
estupidez cuando le azota un suceso que recoloca cada emoción en su lugar:
frente a la muerte de un ser querido, su madre, todo lo demás se queda muy alejado
de lo que somos. Como a Edipo, se nos plantea que eso que hemos ido construyendo
es algo que los dioses escogieron por nosotros y renegamos de ello hasta el
punto de que firmaríamos sacarnos los ojos para evitarlo. La novela retrata a
una generación a través de una sintaxis en la que Carnero sabe que lo más
importante no son los alardes, sino no equivocarse. Y la presencia de la madre le
lleva a un planteamiento que lo aleja de uno de los referentes del autor: ese Knausgard
peripatético y ambicioso que casi cae en la falta de emoción queriendo abarcarlo
todo.
Frente
al autor escandinavo, Carnero elige la idealización del pasado. La solución frente
al destino trazado por los demás es relatar el pasado con el lirismo de la
memoria. Sabe que el éxito sería algo muy personal, pues como confiesa en las
primeras páginas en varias ocasiones, las cosas se limitan a suceder. Pero el
empeño no desfallece, la búsqueda de consuelo se va imponiendo, se va
imponiendo el lirismo frente a la parte más existencial de sus días: frente a Netflix
o Tinder, que apenas sirven para mantenernos entretenidos en un tiempo que no
deberíamos dejar que sucediera sin que nos afectaran las caricias de las alas
de los ángeles y de los rabos de Satán.
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