Leer, viajar, estar vivos
Pepa
Calero
Casiopea
Madrid,
2019
139
páginas
Hace
poco leíamos Una huida imposible, de
Toni Montesinos (La línea del horizonte), donde el autor creaba una suerte de
subgénero de viajes, el viaje por los autores que han pisado la tierra por la
que pasa. Ambientada en California, la obra nos trasladaba la necesidad de
incluir la lectura en el viaje, sea este del tipo que sea, pues en las
condiciones actuales pocos son los viajes que se saltan los márgenes del
turismo, incluido el del mochilero. Soltar amarras y partir tiene muchos beneficios,
entre otros te permite la concentración más plena en el instante, y eso supone
ser mejor lector, ser mejor en la contemplación, ser mejor en las relaciones,
ser mejor intérprete del mundo. En esa línea se sitúa este Leer, viajar, estar vivos, aunque su estructura es más acorde al
clásico libro de viajes, en este caso con un plural más justificado pues varios
son los viajes descritos, que el de Toni Montesinos. Pepa Calero decide sortear
algunos de los impedimentos de la actualidad, como los años que han caído o la
tensión social atribuida a su rango económico, hace la mochila y se dirige a
varias de las ciudades más emblemáticas de Europa. Su ánimo se identifica con
estos lugares, por la cultura, por la historia, por la seguridad, por la
belleza. Y por ser, en buena medida, ágoras, lugares de encuentro y por tanto
pasionales.
También
por los autores a los que sigue, escritores consagrados a los que admira sin disimulo
y a los que cita con frecuencia: Stefan Zweig, Sandor Marai, Joseph Roth, Italo
Svevo, Fernando Pessoa o Paul Bowles, entre otros. La aparición de Bowles se
justifica en un Tánger que representa de una manera más o menos decadente, el clásico
viaje al sur, emprendido hace décadas por intelectuales y bohemios. Los demás
lugares contienen tanto de deseo de caminar por ellos como de literatura:
Varsovia, Trieste, Lisboa, Salzburgo, Viena, Budapest, Praga, Berlín. Calero es
una lectora lírica, idéntico espíritu al que la acompaña en sus paseos por las calles,
pues las protagonistas de sus descripciones son las calles y no lugares bajo
techo. Escribir el libro supone para ella volver a los viajes, trabajar en y
desde la memoria, habitar un poco en el pasado, aunque sin nostalgia, y el empujón
definitivo hacia la descripción, que supone cargarse de ilusión para seguir leyendo,
viajando, viviendo.
Asistimos
a la confesión de autodescubrimiento, a los sueños que brotan de los sueños y a
la meditación que acompaña a la apertura de los sentidos, otro de los síntomas de
la enfermedad del viajero, esa que nos ubica en el presente, que nos limpia de
rutinas y compromisos. Los lugares por los que pasa pueden haber perdido su
encanto a favor de lo comercial, como en el caso de Praga, convertida, en ciertas
épocas del año, en un parque temático para turistas melosos. Pero Calero sortea
el empujón hacia la crítica y confiesa que eso carece de importancia, pues todo
aquello que sucede a su alrededor es nuevo para ella, es descubrimiento, es
soledad y aventura. Cita, oportunamente, a Fernando Pessoa, quien resume este
fenómeno con la siguiente expresión: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos
no es lo que vemos, sino lo que somos”. Pues en eso estamos, en seguir leyendo
y viajando para sentirnos vivos.
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