Brujas y nigromantes
Raquel
Brune
Hidra
2019
538
páginas
A
los quince años se puede leer Fausto,
de Goethe, y entender la historia de amor y condena que esconde. Tal vez se nos
escapen los matices más culturales, tal vez no entremos en el debate ético y
sobre al más allá, pero no se nos escapará la poesía, ni el tipo de
enamoramiento platónico -aunque no sepamos que existe el concepto- ni la
reflexión sobre la vida al otro lado de la tumba. Comprenderemos otro significado
de la poesía y la reflexión romántica. Y eso se entiende con todas las células
del cuerpo, no solo de la inteligencia.
Sin
embargo, una suerte de inteligencia social, de civilización, ha ido definiendo
los límites de la literatura juvenil con un acierto al que debemos atender con
rubor. La propia Raquel Brune (Madrid, 1994) señala con quién está en deuda:
J.K. Rowling, Laura Gallego, Jonathan Stroud, Neil Gaiman y victoria Schwab.
Nada de Goethe, ni de Proust ni de Stendhal, que también aparece mencionado a
través del síndrome que lleva su nombre. La literatura de corte juvenil
contemporánea se retroalimenta. Y amplia el espacio hasta las quinientas
páginas, en un antojo que parece tener más de comercial que de necesidad
expresiva de los creadores. Porque sí, tras esas páginas y después de estos
comentarios, debemos señalar que existe un afán creativo. Brune habla de
fantasía, no de imaginación, seguramente porque no deja de mirar la faceta más vinculada
a la magia de su obra. A la hora de la verdad, lo más interesante no se
encuentra en la fantasía, en la lucha de las brujas por mantener su esencia,
sino en el retrato contemporáneo.
La
obra ofrece una lectura enunciativa explícita: todo queda expuesto, de manera
que las interpretaciones que pueda hacer el lector coincidan con las
intenciones de la autora. La estrategia tiene su razón de ser, dado que Brune
tiene siempre presente a qué tipo de lector se dirige. Pero ese lector posee una
sensibilidad que está probando bombas constantemente, así pues, admite una
lectura con interpretaciones propias. Lo que ocurre es que esas
interpretaciones es posible que no lleguen en el momento de la lectura: el
libro da pie a que estén vinculadas a su día a día, a sus lazos emocionales y
de pareja, a sus relaciones con los medios de comunicación, a sus redes
sociales, a su lenguaje, a las calles que pisan cuando pisan las calles, a sus atribulaciones,
entre las que destaca la que concluimos de la lectura metafórica: en una etapa
del cambio, uno duda si ha perdido su magia, si alguien se la está robando, si
tiene enemigos con una magia contraria a la propia.
Porque
lo que no podemos negar es que la novela está escrita para gente en tiempos
mágicos. Se trata de una etapa maravillosa de la vida, contra la que la
civilización construye demasiadas cosas, acosa desde demasiados costados, nos
muerde demasiado los tobillos. Es en ese sentido en el que debemos agradecer
las obras de los autores antes mencionados. Y las intenciones de Brune, que ha
puesto mucho esfuerzo en construir y escribir esta obra sobre el conflicto
interior de una joven. No se trata de gran literatura, de Proust, de Goethe, de
Stendhal. Ni lo pretende. Ni falta que hace. A veces necesitamos recordar
quienes fuimos, sobre todo si no terminamos de conciliarnos con nuestra
adolescencia.
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