Vida privada
Chen
Ran
Traducción
de Blas Piñero
La
línea del horizonte
Madrid,
2019
381
páginas
La
vida nos cambia, se comenta al hacer público el tópico, y a pesar de ello, nos
empeñamos en seguir siendo los mismos. La dificultad estriba en decidir qué
parte de nosotros es la esencial: cambiamos en la relación, pero resulta inmodificable
esa parte temperamental que tal vez tenga por sustrato las memorias
sensoriales. Y estas memorias se gestan en los primeros años de vida, en la
primera infancia, se sabe que en el parto y puede que hasta en las últimas
semanas de gestación. Es la época de la inocencia, una virtud contra la que
arremete, una y otra vez, la necesidad de relacionarnos: con el otro, con los
otros, con los que nos rozan el cuerpo y hasta con los desconocidos. Esa suerte
de disociación culmina en un extrañamiento que está, por ejemplo, en la obra de
Paul Bowles: qué es el cuerpo y quién soy yo. Para nuestra sorpresa, el autor
americano es, en esa esencia que no convive con la relación, el creador
literario más semejante a Chen Ran (Beijing, China, 1962). En ambos existe ese
aprendizaje que comienza con cuestiones relativas al propio cuerpo, con un
cierto solipsismo, pues los protagonistas aprenden a partir de la experiencia,
y aprenden despacio, con una duda sobre la utilidad de lo aprendido, incluso
con duda sobre la necesidad de aprenderlo. Ambos hablan sobre el mundo
exterior, pero para hacerlo con sinceridad, obligan a desnudarse al personaje,
que es tanto como decir que obligan a desnudarse a cada individuo de la
humanidad durante la lectura de la obra.
La
protagonista de esta novela crepuscular, triste y colmada de una energía que se
rebela contra ese crepúsculo, se debate entre la adaptación o no a su tiempo, a
su entorno. Porque sabe que no es sano integrarse en un mundo enfermo y en
evolución. En evolución hacia la nada, hacia la mera neurosis animal de seguir
respirando, marcada por la tensión sexual: los sentidos cobran un muy relevante
primer plano en la obra, descubriendo una sensualidad que nos desborda y cuya
función es enfrentarnos a la dualidad de calibrar los efectos de los actos
enfrentados a los efectos de las intenciones. Hay una cierta poesía de la
derrota que Chen Ran maneja con el pulso de la rebeldía, de tal manera que en
ocasiones la novela parece ser un ensayo completo sobre los vínculos humanos. No
deja resquicio sin explorar.
“Las
negras gotas de lluvia todavía caen enloquecidas sobre mi rostro y sigue siendo
esa misma lluvia rebelde e irritable la que resbala sobre mi cuerpo en las
noches cálidas de verano, esa lluvia desordenada y carente de armonía”.
Así
se va expresando esta narradora que considera que su problema está en la gente
hecha pedazos, en una época hecha pedazos. Nace en los años sesenta y vive una edad
turbia de China, turbia por un exceso de condicionamientos que no consigue
aceptar. Se trata del tipo de acuerdos que forman lo que llamamos la conciencia:
esa adaptación a una norma social que te separa el bien del mal no siempre
ateniéndose a criterios puros, sino a criterios cívicos. Nuestra protagonista
no cesa de preguntarse cómo se puede uno asociar al mundo. En su camino, brega
en un empeño casi inútil por desembarazarse de la tristeza. La familia es un
ser diluido y el individuo se enfrenta a la marea de la humanidad como el
personaje romántico de Conrad se enfrentaba a un tifón. Las figuras masculinas reflejan
un poder sin sensibilidad y en las femeninas ve un refugio en el que no existe
el equilibrio. Así es como se va mellando la inocencia, que es el tema sobre el
que versa el libro.
Se
trata de una obra poliédrica, que va pasando a ser más consistente a medida que
avanzamos, abandonando la estrategia de suma de retazos de memoria para
integrarlo todo en la construcción sentimental de la protagonista. Un personaje
a través del que vemos un mundo empañado, sin ilusión y sin color. De ahí que pise
fuerte e intente imponer, para ella y para nosotros, la necesidad última de
cada individuo: el deseo de estar sereno.
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