El mar alrededor
Keri
Hulme
Traducción
de Enrique Maldonando Roldán
Automática
Madrid,
2019
693
páginas
Una
pintora que no pinta, un niño mudo y un padre adoptivo que es un maorí mestizo.
Con esos protagonistas Keri Hulme (Chirstchurch, Nueva Zelanda, 1947) construye
una parábola sobre los límites del lugar donde habitamos, física y
emocionalmente, condicionados por esa otra frontera, la más natural, la que
separa la tierra del mar, el lugar donde podemos pisar, comer, amar, y el
territorio de los sueños, la contemplación y el deseo. Utilizar el verbo
construir no es nada gratuito, pues el esfuerzo de condensación y de suma en
cada capítulo, en ocasiones muy breve, para expresar algo que navega en
paralelo al costumbrismo, y conseguir que la suma y acumulación de sucesos no
se escape hacia una literatura casi experimental -recordemos que la obra fue
escrita en la década de 1980-, requiere de una entrega digna de alguien que es arquitecto
y albañil al mismo tiempo. La obra parece fragmentada, pero no lo son las
intenciones de Hulme, pues todo obedece a una atmósfera en la que los
personajes están encerrados por la cúpula de aire y la condición humana que
respiran.
En
buena medida, la exploración de Hulme se mueve en péndulo entre la realidad y
la fantasía, pero de forma que una y otra se van retroalimentando. Por un lado,
está la sociedad, que no se menciona, pero que aparece de forma elíptica; una
sociedad a cuya periferia pertenecen los tres personajes, empeñados en la autosuficiencia,
o al menos en la autosuficiencia narrativa, es decir, en construir sus propios
días. Y por el otro están los vínculos entre ellos, unas historias de amor sin
engaños, porque saben que de eso se trata el paso por el planeta: o amas al que
está más cerca o no amas. El amor que impone las religiones, por ejemplo,
resulta demasiado abstracto y, por tanto, demasiado intelectual. No se quiere
con el fondo de la inteligencia, sino con la pasión que nace de todas las
células del cuerpo. Ese imperio brota incluso en un lugar tan apartado del
resto del mundo como es la costa de la isla sur de Nueva Zelanda, en una aldea,
en las lindes de la naturaleza. El niño mudo es, por otra parte, una metáfora
completa, una proyección y una imagen de cómo llegamos a querer a quien debemos
cuidar. Se trata del personaje central, no porque acapare la acción, sino
porque es el combustible de la novela. Su origen es tan incierto que nos
atreveríamos a designarlo como un hijo de la mar, un ser telúrico de no haber
surgido tan cerca del agua salada. Y está, en los tres, la maldición de ser
diferente, la social y la que nos confiamos a nosotros mismos. De esa sensación
surge un amor que es triste, como nos empeñamos muchas veces en que debe ser el
amor. Lo complicado es construir -de nuevo el verbo- esa sensación literariamente,
un trabajo en el que Hulme pone mucho empeño, mucha afición y mucho tiempo. La
novela es tan extensa que contiene grandes aciertos en ese sentido. Aunque lo
que destaca sea la atmósfera, esa sensación que vincula soledad y sensibilidad,
como si no fuera posible la una sin la otra, al menos en un mundo en el que lo
hostil -más hostil si cabe para los niños, las mujeres y las minorías étnicas- se
impone hasta el punto de que es mejor estar callado, como hace el niño, aunque
sea por condición biológica.
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