La casa de caramelo
Jennifer Egan
Traducción de Eugenia
Vázquez Nacarino
Salamandra
Barcelona, 2023
430 páginas
Llamaremos casa de
caramelo al cebo utilizado para atraer a las personas, con intenciones de que
luego queden atrapadas en nuestras redes. En este caso, se trata de convertir,
en buena medida, nuestra existencia en una farsa sabiendo que estamos entrando
a formar parte de ella. Entraremos voluntariamente, convencidos de que el
programa que instalamos dentro de nuestro organismo nos llevará a un
conocimiento adecuado del entorno y, como consecuencia de ello, a un dominio de
la vida real. Pero esta exacerbación de un metaverso sólo puede terminar por
generar paranoia, enfermedad. Este planteamiento, como del del Gran Hermano de
George Orwell, sólo puede confrontarse con la lectura metafórica de las
distopías, que son un malestar sobre el sustrato contemporáneo.
Jenifer Egan (Chicago,
1962) nos ofrece un retrato social con forma de patchwork, un diseño a
partir de piezas cosidas, de voces múltiples. Nos habla de una época, que se
figura sucederá dentro de muy poco, en la que para reafirmar la identidad uno
debe recurrir a las esferas virtuales. Esta paradoja, la de sentir que uno es algo
en la realidad a partir de lo que se figura que es en la creación de un mundo
paralelo, se fundamenta en la extensión de un programa llamado Aprópiate del
Inconsciente. Esto supone la configuración de algo que los técnicos llamarán
Conciencia Colectiva, y que supone, entre otras cosas, un incremento del
dominio sobre las personas a partir de la predicción de los comportamientos.
Todo ello parte de la publicación de un libro, titulado Patrones de
Afinidad, en el que se desvelan las claves de la empatía que son
manipulables. Como consecuencia de todo ello, será imposible que los numerosos
personajes que pueblan la novela tengan una vida privada, y de la tensión de
querer tenerla brotarán más enfermedades, todas ellas de carácter neurótico. Es
inevitable, porque no cabe otro planteamiento que cuestionarse qué es el mundo
real, cuáles de los episodios vividos pertenecen al mundo real.
Egan nos concede un
reposo, confiando en que una de las partes del mundo real siga vigente y tenga
un peso convincente sobre nuestro comportamiento, sobre nuestros afectos, y
este reposo se nutre de las relaciones entre padres, madres e hijos. En la vida
cotidiana, que es la parte que seguimos de cada personaje, se libra una
confrontación en una escala variada entre realidad y fantasía. No se trata de
algo ajeno, ni siquiera de algo que jamás a dejado de existir, pues el amor
seguirá siendo una lucha entre la realidad y el deseo, entre lo que es y la
ilusión, pero el volumen de voz ha subido, al menos entre estos personajes de
clase media o clase media alta. Y aquí también se mantienen estructuras del
patriarcado, como se reflejan en el paréntesis que hace la novela para
presentarnos unas instrucciones para salir adelante, destinadas a las mujeres,
en las que se advierte contra la violencia o contra esta metamorfosis en la que
estamos destinados a convertirnos en unos pequeños cíborgs, pues parte de
nuestra esencia no será natural. Un segundo paréntesis, más adelante, nos
colocará frente a la desdicha de comunicarnos con mensajes de texto breves, que
llevan a desencuentros en los que actores o publicistas protagonizan, a
intención, la farsa. En una obra de teatro no somos los que pensamos, sino que
el personaje piensa por nosotros, se impone, nos entregamos a él. Ese espíritu
tan inquietante está presente a lo largo de toda esta novela, en la que uno
debe desconfiar de lo que tiene dentro de la cabeza. Al final, desconocemos en
qué medida somos los que tienen una idea o si esta idea nos la ha instalado
alguien en la materia gris. Pero sólo Jennifer Egan se atreve a novelar algo así
sin que nos demos cuenta de qué es lo que estamos leyendo, pues nos entregamos
totalmente a la suerte de los personajes.
Fuente: Zenda
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