Todas las criaturas
grandes y pequeñas
James Herriot
Traducción de Pablo
Álvarez Ellacuría
Blackie Books
Barcelona, 2023
294 páginas
Los días eran más dulces
cuando la vida estaba sometida a los ciclos agrarios, cuando el sol y la lluvia
gobernaban las cosechas y decidían qué aspecto tendría esta temporada el
bosque. La vida era más sencilla, necesitaba menos explicaciones, cuando
sabíamos que dentro de una semilla se contenía todo el tiempo de la existencia,
que debíamos cuidarla, mimarla contra parásitos, regarla, para que a su vez se
transformara en arroyo de vida. Cosechar, segar, vendimiar eran verbos que nos
remitían al sudor y a un cierto bienestar, como en los cuadros de Millet. Ahora
se trata de regirnos por ciclos comerciales, por periodos de rebajas, en lugar
de atender a cómo varía el clima y el aspecto del planeta a medida que se suceden
las cuatro estaciones. Ahora el tiempo nos lo marcan las necesidades creadas en
anuncios publicitarios, que sostienen que debemos impedir que transcurra el
tiempo, al menos el que nos atraviesa, y mantenernos adolescentes.
Es, en buena medida, un
adolescente el que llega a un campo del condado de Yorkshire, en esa época que
echamos de menos, para crecer allí a base de encuentros y trabajo, el
protagonista de estas deliciosas memorias de James Herriot (Sunderland, 1916 –
Thirsk, 1995). La obra había sido publicada anteriormente, recordamos las
ediciones de Grijalbo o Ediciones del Viento, pero ahora Blackie Books opta por
una nueva traducción, que resulta muy acorde a la historia que estamos leyendo,
amable, grata y divertida, y la entrega de las memorias en varios volúmenes. El
primero podría ser visto como de formación, porque nuestro protagonista se ve
obligado a ser el observador que aprende para luego poner en práctica, pero no
es un veterinario cualquiera, sino un veterinario entregado a su profesión y
con los conocimientos bien actualizados. Estamos, eso sí, en los años treinta
del siglo pasado, cuando desde esta época podemos considerar que la vida estaba
sometida a los ciclos agrarios y no había pantallas. El cosmos al que se
enfrenta Herriot parece poseer reglas propias. Sin embargo, estas reglas no son
firmes, a no ser que consideremos como rígida la regla que supone moldear a
partir de la demostración de capacidades, humanas y profesionales. Herriot se
va abriendo camino en un entorno que es casi aislado, que por momentos, al
revisitarlo actualmente, nos puede recordar a la serie Doctor en Alaska.
Y lo hace con un tono que es inevitable asociar al de Gerald Durrell. En buena
medida, estas memorias podrían ser los antecedentes de una y de otro. Pero el
maestro podría estar comiéndose a los alumnos, por mucho que estos nos
deleiten. Herriot consigue ocultar la maldad dando formato de error perdonable
a cualquier deslizamiento incómodo, y construye figuras necesarias para
descubrir el mundo y tener ganas de habitarlo, incluso cuando se tiene que
enfrentar a la muerte. Herriot demuestra que ser un gran hombre no supone hacer
cosas que sean celebradas a lo grande o recordadas bestialmente. Ser un gran
hombre significa entender que los demás tienen debilidades y virtudes, y
entregarse a ellas con comprensión y una mirada tierna a la vez que alegre. El
optimismo que desprende este libro es una de esas virtudes que necesitamos
recuperar.
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