jueves, 30 de noviembre de 2023

TAR

 

Tar. Una infancia en el medio oeste

Sherwood Anderson

Traducción de José Luis Piquero

Pre-textos

Valencia, 2023

330 páginas

 

 


Lo más difícil que nos va a suceder en esta vida serán trances en los que nos veamos solos. Aprender también. La soledad es un dolor del que se aprende mientras uno está en la travesía, pero genera recuerdos capaces de nutrir los mejores relatos si caen en manos de un buen narrador. Y Sherwood Anderson (Ohio, 1876 – Panamá, 1941) lo era. En esta obra, poco conocida en España, vuelve a demostrarlo. En esta ocasión valiéndose de un alter ego, lo cual le permite recurrir a la tercera persona y a un narrador omnisciente, que cuando es preciso se lanza fuera del camino del protagonista para acompañar a otros personajes, como al padre de Tar, nuestro muchacho, que es un tipo desnortado, un vividor de provincias, alguien cuya cordura está, por propia voluntad, en la cuerda floja. El resto de la familia se limita a cumplir las expectativas que se esperaban en ese ambiente, en esa época, finales del siglo XIX, como la madre dócil y servil.

Así las cosas, y partiendo del presupuesto de que no fue feliz, o no fue todo lo feliz que un niño y un adolescente debería merecerse, el protagonista de nuestro relato debe buscar con qué compensar la realidad, y esa herramienta, la que le acompaña en el aprendizaje, será la imaginación. En realidad, estamos en una obra en la que lo opuesto al sudor, que rige la vida cotidiana, será un deseo romántico. A partir de ahí se elabora una educación sentimental que Sherwood Anderson ha dispuesto en cinco etapas, cada una de las cuales viene representada por episodios significativos: la naturaleza hecha de las pequeñas cosas, las pruebas de valor, el primer contacto con la muerte, el enamoramiento platónico y la pérdida de la ilusión.

Nuestro protagonista, Tar, es un crío hipersensible, y esa sensibilidad, que le obliga a mostrarse en esta vida más como un observador que como un actor, genera la atmósfera del relato, tierna a la vez que contundente. El entorno será extraño, y dentro de él se debatirá acerca de qué es la dignidad y qué es la indignidad, esa esencia vital, al menos a la hora de entablar un relato, que un niño no sabe definir. A medida que va creciendo, este muchacho de pensamiento lento, imaginativo, seguirá exponiéndonos que es incapaz de entender cuáles son los engranajes y el aceite con que se mueve el mundo: «Un escritor está bien escribiendo y un contador de historias está bien contando historias, pero ¿qué pasa si lo pones en una situación en que tiene que actuar? Esa persona siempre hará lo correcto en el momento equivocado y lo incorrecto en el momento preciso».

Condenado a equivocarse, Tar intentará abrirse un poco de camino repartiendo periódicos y soñando con el número de periódicos que debería repartir para almacenar dinero suficiente como para poder casarse con una niña de clase alta. Quiere salir de la pobreza y esto condicionará su aprendizaje a lo largo de la segunda mitad del relato. En ese tiempo, la duda que le acompaña es la de si debería ponerse nervioso. «Mi imaginación es un muro entre la verdad y yo», confiesa Anderson en el prólogo. Pero este muro no aparece por ninguna parte, al menos no como lo que consideramos que es un muro, es decir, como gran obstáculo. La narración fluye y acompañaremos con facilidad a nuestro muchacho en una infancia y adolescencia en la que no dejamos de reconocer dudas y luchas como las que pudieron existir en la nuestra. Eso sí, desde el principio de esta gran obra se nos advierte acerca de qué nos vamos a encontrar, con una de las primeras frases más complejas que hemos leído en años y que nos dejará el pensamiento temblando: «La gente pobre tiene hijos sin exaltarse mucho».

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