jueves, 19 de octubre de 2017

EL PERFECCIONISTA EN LA COCINA

El perfeccionista en la cocina
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2006
131 páginas
13 euros

Cómo leer un libro de recetas


Supongo que cabría aconsejar a quien no haya leído a Julian Barnes, que se dé prisa en comenzar con la tarea, y, si no se atreve a hincar el diente en novelas tan estupendas como Hablando del asunto o Amor, etcétera, puede atreverse con este libro sin género. De hecho, uno no sabe muy bien si situarlo como autobiográfico (sobre todo conociendo el sentido del humor de Barnes, siempre con el filo a tono para hacer saltar los resortes del ingenio), o como crítica de libros (que no literaria). Siendo fácil de describir, es imposible de estandarizar: Julian Barnes aprende a ser cocinero, con ímpetu de conseguir lo mejor de cada guiso y de cada ingrediente, a base de reproducir sobre las repisas y fogones de su cocina las sugerencias de los libros de recetas.
Tal vez deberíamos hacer una advertencia al lector no británico: nos encontramos frente a un tipo que se prodiga, mayormente, con recetas de su país, es decir, cosas como chuletas de cerdo que se asan por un lado mientras por otro se prepara una salsa con unos componentes que, a nuestro paladar, no la harán precisamente exquisita. Ya se sabe la fama de que goza la cocina británica, un país que, según se comenta, está tan lleno de gente amable que ningún emperador se decidió a invadir por miedo a que le invitaran a cenar. Una vez superado ese prejuicio (si es que alguien puede superar la idea de zamparse algo que contiene una papilla de mantequilla, jengibre, perejil, perifollo, estragón y pasas), se inician las verdaderas delicias de esta obra. Barnes nos introduce en los tópicos familiares para explicar su inclinación a la cocina, antes de comentar cómo descubre los recetarios cuyos primeros fracasos por seguir sus iniciativas le conducen a destronar cocineros endiosados. A continuación acomete una crítica de la imprecisión con que están redactados, tomando como ejemplo el tamaño de las cebollas. Después nos aclarará cómo se forma una biblioteca personal, pues él se ayuda de varios estantes colmados de libros, muchos de ellos clásicos. Es entonces cuando se decide a ejercer un poco de crítico literario, interpretando los consejos y comentarios de los cocineros que se dedican a redactar, su locuacidad o su implicación emocional. Más tarde se refiere a las cosillas que es mejor dejar para restaurantes, donde seguro que quedan bien, poniendo a los postres como principal ejemplo. Siguiendo con esta idea, arremete contra la paradoja de que los resultados jamás llegan a ser iguales a los que figuran en el libro, así pues, pasa a valorar que un libro no deja de ser un medio de comunicación y que, en consecuencia, lo importante es que comunique. Como buen cocinero, no se olvida de la compra y los encontronazos con su pescadero, quien no parece conocer las pautas de los manuales. Nos advierte de que es mejor hacer los experimentos con gaseosa, a no ser que se carezca de papilas gustativas, en caso de que uno se atreva a probar con una receta exótica. No se olvida mencionar los desencuentros provocados por las diferencias en la redacción de una misma receta explicada en dos libros, cuestiona la idea favorita de los grandes cocineros de que lo mejor es la comida “simple”, sortea las idas y venidas de ciertos ingredientes, como los tubérculos, que se sustituyen unos a otros en el rango de exquisiteces aristocráticas, y explica que es imposible que de la lectura de la misma receta cocinada por dos personas diferentes salgan dos platos idénticos. Aunque el capítulo más divertido sea, seguramente, el que dedica al inventario de sus útiles de cocina y la disposición de los muebles –“Lamento que no haya salido tan bien como me proponía. Pero es que un gilipollas puso la nevera justo al lado del horno”-. Un libro que transmite el entusiasmo por la cocina de una persona que pretende hacer de cualquier desaguisado una verdadera comedia.


Fuente: Tribuna/Culturas

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