El perfeccionista en
la cocina
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2006
131 páginas
13 euros
Cómo leer un libro de recetas
Supongo que cabría aconsejar a
quien no haya leído a Julian Barnes, que se dé prisa en comenzar con la tarea,
y, si no se atreve a hincar el diente en novelas tan estupendas como Hablando del asunto o Amor, etcétera, puede atreverse con este
libro sin género. De hecho, uno no sabe muy bien si situarlo como
autobiográfico (sobre todo conociendo el sentido del humor de Barnes, siempre
con el filo a tono para hacer saltar los resortes del ingenio), o como crítica
de libros (que no literaria). Siendo fácil de describir, es imposible de
estandarizar: Julian Barnes aprende a ser cocinero, con ímpetu de conseguir lo mejor
de cada guiso y de cada ingrediente, a base de reproducir sobre las repisas y
fogones de su cocina las sugerencias de los libros de recetas.
Tal vez deberíamos hacer una
advertencia al lector no británico: nos encontramos frente a un tipo que se
prodiga, mayormente, con recetas de su país, es decir, cosas como chuletas de
cerdo que se asan por un lado mientras por otro se prepara una salsa con unos
componentes que, a nuestro paladar, no la harán precisamente exquisita. Ya se
sabe la fama de que goza la cocina británica, un país que, según se comenta,
está tan lleno de gente amable que ningún emperador se decidió a invadir por
miedo a que le invitaran a cenar. Una vez superado ese prejuicio (si es que
alguien puede superar la idea de zamparse algo que contiene una papilla de
mantequilla, jengibre, perejil, perifollo, estragón y pasas), se inician las
verdaderas delicias de esta obra. Barnes nos introduce en los tópicos
familiares para explicar su inclinación a la cocina, antes de comentar cómo
descubre los recetarios cuyos primeros fracasos por seguir sus iniciativas le
conducen a destronar cocineros endiosados. A continuación acomete una crítica
de la imprecisión con que están redactados, tomando como ejemplo el tamaño de
las cebollas. Después nos aclarará cómo se forma una biblioteca personal, pues
él se ayuda de varios estantes colmados de libros, muchos de ellos clásicos. Es
entonces cuando se decide a ejercer un poco de crítico literario, interpretando
los consejos y comentarios de los cocineros que se dedican a redactar, su
locuacidad o su implicación emocional. Más tarde se refiere a las cosillas que
es mejor dejar para restaurantes, donde seguro que quedan bien, poniendo a los
postres como principal ejemplo. Siguiendo con esta idea, arremete contra la
paradoja de que los resultados jamás llegan a ser iguales a los que figuran en
el libro, así pues, pasa a valorar que un libro no deja de ser un medio de
comunicación y que, en consecuencia, lo importante es que comunique. Como buen
cocinero, no se olvida de la compra y los encontronazos con su pescadero, quien
no parece conocer las pautas de los manuales. Nos advierte de que es mejor
hacer los experimentos con gaseosa, a no ser que se carezca de papilas
gustativas, en caso de que uno se atreva a probar con una receta exótica. No se
olvida mencionar los desencuentros provocados por las diferencias en la
redacción de una misma receta explicada en dos libros, cuestiona la idea
favorita de los grandes cocineros de que lo mejor es la comida “simple”, sortea
las idas y venidas de ciertos ingredientes, como los tubérculos, que se
sustituyen unos a otros en el rango de exquisiteces aristocráticas, y explica
que es imposible que de la lectura de la misma receta cocinada por dos personas
diferentes salgan dos platos idénticos. Aunque el capítulo más divertido sea,
seguramente, el que dedica al inventario de sus útiles de cocina y la
disposición de los muebles –“Lamento que no haya salido tan bien como me
proponía. Pero es que un gilipollas puso la nevera justo al lado del horno”-.
Un libro que transmite el entusiasmo por la cocina de una persona que pretende
hacer de cualquier desaguisado una verdadera comedia.
Fuente: Tribuna/Culturas
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