París-Austerlitz
Rafael
Chirbes
Anagrama
Barcelona,
2016
153
páginas
La
crudeza del sexo de los ángeles
Hubo
una época en que la naturaleza inventó una plaga que parecía diseñada para
exterminar a la humanidad. Así se vengaba, nos castigaba por perpetrar una
matanza a base de extendernos sin límites, aniquilándola. Y para extender el
dominio del hombre es imprescindible la reproducción. El sexo. El mismo del que
se valió Dios para arrojarnos del jardín del Edén, en esa curiosa cabriola: el
castigo fue soltarnos por el mundo, alejarnos del jardín, pero darnos la
libertad del caminante. Esa libertad nos permitió conocer a Rafael Chirbes
(1949-2015) a través de sus crónicas de viaje. Y posteriormente con sus
novelas, como Mimoun, con la que se
lanzó al ruedo. Una obra breve, redonda, con la homosexualidad compartiendo
planos con el humor y la amargura de la pobreza. Y quizá la obra que más se
parece a este París-Austerlitz, suburbial, tan sórdido como la literatura de
Mohamed Churki, en el que se regresa a ese tema básico, universal por lo
íntimo, que es la imposibilidad de encontrar nuestro sitio en el planeta
Tierra. No el sitio de la humanidad, como de alguna forma vino a expresar en
sus últimas novelas, sino el sitio de cada uno. De ahí esta bajada al
inframundo, esta forma de levantar la alfombra para mostrarnos la mierda que
allí hemos ido escondiendo. Con tanta cobardía como culpa.
Manejando
dos personajes, dos amantes, un joven español con pretensiones bohemias y un
cargador de camiones normando corpulento y al borde de la muerte, se basta para
denunciar que la sociedad siempre ha estado enferma. Esta novela no es una
metáfora, es un compendio de las relaciones humanas. Entre las que no se
esconden crudísimas escenas de sexo entre los dos protagonistas, que mantienen
una relación en lo que permanece activa la atracción genital. El narrador
identifica a esa etapa como amor verdadero, y su compañero, el normando,
descarta cualquier otra forma de relación, de amistad, si no existe el sexo. Se
trata de un personaje tan contradictorio como concluyente: no sabe asumir el
conflicto y por lo tanto lo niega, porque es un tipo de principios, de esos que
confunden los principios con la nobleza, no siempre sin razón. Pero estos
vínculos gestan una carga de esquizofrenia en el ambiente entre ambos, pues se
mantienen ajenos a la realidad. Hasta el punto de que cuando la plaga ya ha
destrozado una vida, el sentido de culpa naufraga. Es decir, resulta tan
permanente como insumergible.
La
tortura a que se someten es un acto vagamente voluntario. Son conscientes de la
insalubridad a pleno pulmón con que viven. Pero también que no puede ser de
otra manera, que las diferencias son tan abismales que o nadan en tormento y
sexo o no se aman. El narrador viene de una clase acomodada y se permite el
lujo de hacerse el bohemio, con un cierto espíritu de neocolonialismo cultural
oculto que incluye el vanguardismo de época, ese mantener relaciones con
alguien que nació al otro lado de la única frontera real: la pobreza. Pues el amante
pertenece a la tribu de los desahuciados, a un mundo que Chirbes describe con
una tristeza que nos sobresalta al darnos cuenta de que no es incompatible con
la repugnancia. Porque la pobreza es capaz hasta de robar la apariencia de
tener alma. Los cánones dictan que algo debió unirles más allá de una sola
noche. Y Chirbes no se complica a la hora de designar el vínculo, ese padrastro
y ese padre que son ogros. Pero un día resulta que hemos crecido, que nosotros
somos o deberíamos ser padres. O al menos deberíamos de cuidar a alguien.
Deberíamos de quedarnos a cuidarle, por amor o por lo que supuso el sexo,
aunque ahora el asco nos invite a salir corriendo. Con muchas menos páginas que
en Crematorio, por ejemplo, Chirbes
es capaz de decir muchas más cosas y de expresarlas de una manera más
contundente.
Fuente: Quimera
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