Cerca de Jedenew
Kevin Vennemann
Traducción de Fruela Fernández
Pre-textos
Abril, 2008
117 páginas
El fin de la infancia
Dos niñas
sobreviven a la Segunda Guerra
Mundial escondiéndose en una casa aupada a un árbol. Aunque ese refugio posea
unas connotaciones alegóricas que pueden representar las dichas de la infancia,
la permanente necesidad de esconderse que tienen se extiende también a los
momentos en que deben bajar del árbol para afrontar las exigencias de vivir:
comer, dormir, estar con la familia. A ese continuo ir y venir escondiéndose es
a lo que se debe este punto de vista, siempre condicionado, siempre parcial,
siempre sobresaltado, que Kevin Vennemann (Dorsten – Westfalia, 1977) impone a
su narradora, una de las muchachas. Dotado de una madurez insospechada en un
escritor tan joven, Vennemann escribe en primera persona preocupándose más por
construir una voz que por crear un personaje. La niña, demasiado pequeña para comprender
lo que está sucediendo, que en realidad es la Shoah , la persecución y el exterminio de un
pueblo, se limita a dar fe de lo que puede registrar y siente el impulso de
hablar deseando que algo de lo que ha sido ella -sus amigos, su hogar-
sobreviva. Durante las primeras páginas, asistimos a un relato febril, en el
que las reglas de lo onírico han sustituido a las de la narración. Asistimos a
una pesadilla, a una situación caótica vista por ojos inocentes, cuya intención
no es otra que transmitirnos lo más importante de esta novela: el miedo. Hasta
que en las últimas frases conseguimos situarnos: “Apunta a esa parte del muro
donde el camino cruza el muro y desemboca en la calle hacia Jedenew, por donde
una docena de camiones vienen desde Jedenew, se adentran en el campo en
dirección a nuestra casa y a la granja en llamas de Wasznar. En nuestra cocina
revientan las ventanas que quedan. Después revienta cada ventana de la casa”.
Al imponer un
narrador condicionado por la edad, que vive en un territorio en que las granjas
se dispersan por aquí y por allá, cerca de un lugar llamado Jedenew del que
ignoramos su localización exacta, pues pretende ser todos los sitios y ninguno
–no hay más pistas que los nombres de unos personajes que suenan en ocasiones a
alemán y en otras vagamente a polaco, y también sabemos que allí en invierno el
frío es endiablado-, el autor se obliga a relatar utilizando una serie de
complejos recursos estilísticos que van desde la aliteración a la repetición de
frases, desde la ruptura de las reglas de la descripción hasta la limitación
del lenguaje a disposición de una niña. La extraordinaria traducción de Fruela
Fernández nos hace pensar que nos encontramos ante un gran estilista. En ese sentido,
podríamos estar hablando de un heredero de Thomas Bernhard. Y al igual que los
narradores de Bernhard, la voz de esta novela es la de alguien que lucha por
mantener la presencia del pasado en su vida, lo cual, tratándose de una
criatura para la que jugar es esconderse, resulta terrible, desesperante. De
ahí que en lugar de una novela de iniciación, se trate de una obra sobre la
muerte de la infancia: las protagonistas no aprenden qué es lo que deben hacer
o decir, sino cuándo deben ocultarse y callar. De ahí la obligación de este
registro, de esta novela que sería exigente con el lector de no ser porque le
está pidiendo con cortesía que entre en el juego, en la propuesta, pues la Shoah no es una enumeración
de cifras, no es una reivindicación de un pueblo o un capítulo en los libros de
historia: la matanza tuvo rostros y estos eran de seres humanos, de gente que
pasaba frío, que apreciaba a su tío porque le enseñaba a pescar en el hielo, de
gente que se mantenía firme en su convicción de sacar su vida adelante, de
casarse, de comer, de dormir, de no volverse loca. Pues es esto, la pérdida de
la cordura, una constante en el libro, el episodio al que asiste la narradora.
Alejada de
los campos de exterminio y de sus consecuencias, una faceta tratada por autores
como Kertèsz o Levi, y de las trampas pueriles de películas como La vida es bella o algún libro comercial
deudor de esos engaños, Vennemann se
centra en el mundo de la infancia, como ya hiciera con éxito literario Jona
Oberski en Infancia, Eric Hackl en la
imprescindible Adiós a Sidonie o
Agota Kristof en la demoledora El gran
cuaderno. Al igual que estos últimos, Vennemann está convencido de que hay
experiencias que es necesario transmitir, que la gente debe conocer, y que la
función de la literatura es ponerlas a nuestro alcance.
Fuente: Quimera
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