La vida dura
Flann O’Brien
Traducción de
Iury Lech
Nórdica
Madrid, 2009
202 páginas
En Nadar-dos-pájaros
Flann O’Brien
Traducción de
José Manuel Álvarez
Nórdica
Madrid, 2010
316 páginas
De todas las
citas con las que se publicitan las novelas de Flann O’Brien (1911-1966),
publicadas por Nórdica a lo largo de los últimos años, sin duda la que se lleva
la palma es el piropo que dedicó Dylan Thomas al libro más ambicioso del
escritor irlandés, En Nadar-dos-pájaros: “Este
es justo el libro que uno puede regalar a su hermana si es una chica borracha,
sucia y malhablada”. Así expresado, uno puede creer que al abrir estos
volúmenes se va a encontrar con una especie de predecesor de Bukowski, una
novela repleta de costras de alcohol y calzoncillos sucios por el suelo del
apartamento. Sin embargo, cuando uno empieza a leer a O’Brien, comenzando por
las novelas publicadas con anterioridad –El
tercer policía, La boca pobre y Crónica
de Dalkey-, el lector se da cuenta de que se encuentra, en primer lugar,
frente a un fino estilista, alguien que utiliza el lenguaje con la precisión de
un bisturí, y en segundo lugar que su sentido del humor se asemeja más al de
los absurdos imaginados por Boris Vian que al grotesco del alcohólico americano.
Al igual que hizo el escritor francés en obras como La hierba roja, El
Arranca-corazones e incluso en La
espuma de los días, O’Brien nada en un delirio similar al de los sueños en
todo, excepto en la organización de un plan previo. En El tercer policía, por ejemplo, se pretende llegar al mundo de la
pesadilla a través de un humor del absurdo en ocasiones tan gamberro como el de
los hermanos Marx, y a esa demoledora impresión de asfixia se llega por
acumulación de desatinos; partiendo de lo cómico, de la burla, se alcanzará lo
macabro. De esa índole es la coherencia de esta obra, esta metáfora de una vida
que nos desborda. En Crónica de Dalkey, la
experimentación narrativa y la piromanía están al servicio de la parodia de un
país, Irlanda, católico, puritano y con una tradición céltica y mágica, algo
que se reproducirá, también, en En
Nadar-dos-pájaros. Si escribió La
boca pobre en gaélico, fue para profundizar en la sátira de la
autocompasión que en ocasiones puede desprenderse, a juicio de O’Brien, del carácter
irlandés; de ahí, por otra parte, la influencia de la narrativa picaresca en
este relato, en el que se suceden las desgracias fruto del azar, que es la
verdadera expresión del destino.
De nuevo
recurrirá O’Brien a un arranque propio de la novela picaresca para afrontar la
narración de La vida dura, acaso la
menos pretenciosa de su obra: dos hermanos son abandonados por su madre y
adoptados por un familiar cuya inocente locura contiene rasgos religiosos y
puritanos, un fanatismo rígido que igualmente le impulsa hacia la bonhomía.
Conocemos la historia a través de la voz del pequeño de los dos hermanos, que
actuará de testigo de los hechos que protagonizará el primogénito, unos actos
descabellados, sin otra malicia que la de salir para adelante en la vida a base
de ingenio. El mayor de los hermanos, verdadero protagonista de la novela, se
irá convirtiendo en un estafador, en un embaucador repleto de ocurrencias tan
disparatadas como impartir cursos de funambulismo por correspondencia, lo cual
dará pie a que O’Brien haga un descomunal despliegue de imaginación al reflejar
cómo vende humo su criatura. Y es que el delirio será, nuevamente, una fuga de
la vida real. Al igual que lo serán esas conversaciones pedantes, llenas de un
patetismo de corte religioso o eclesiástico muy barato, esa teología de andar
por casa en la que se enfrascan el párroco y el tío de los protagonistas,
carente de atributos intelectuales o sentimentales. El sentido cronológico del
relato, en el que se respeta el orden biográfico, lo transforma en una novela
de iniciación, dato que comparte con la picaresca, pero también es parte
fundamental de la morfología del cuento clásico: salir al mundo y descubrirlo.
Y vuelve a estar presente esa impresión de denuncia, esa sátira hacia una Irlanda
desplazada por su vecino imperial, que se ve a si misma como el patio de atrás
del Reino Unido, de los irlandeses que se sienten desplazados, domados, grises,
que pasan la mayor parte de sus horas bebiendo. La mayor pega que tiene esta
divertida novela es el exceso de confianza que muestra su autor en que sus
propias ocurrencias basten para sostener las doscientas páginas del relato. De
ahí ese carácter de obra menor con el que se ha calificado a La vida dura dentro de la obra de
O’Brien, pues se echa de menos la atmósfera sin oxígeno de alguna de sus otras
novelas, o las complejas trampas cruzadas presentes en En Nadar-dos-pájaros.
Esta última, En Nadar-dos-pájaros, es, posiblemente,
su novela más ambiciosa y su esfuerzo literario más pegado a la literatura. Tal
vez demasiado pegado a la literatura: una narración en la que no sucede nada
(“la conversación adquiere carácter de ensueño; y la acción de sonambulismo”,
dice Eamon Butterfield en su prólogo), en el que el discurso delirante parece
estar siguiendo los planes de la casualidad, un laberinto con tres comienzos y
tres finales para desplegar toda una erudición en función de la parodia de un
país, Irlanda, del que no se salva ni siquiera un texto tradicional del siglo
XVII como El frenesí de Sweeny, un gigante
que vive en el bosque y que puede dar saltos que son auténticos vuelos, una
metonimia de la tradicional narrativa mágica céltica. Pero no es una crítica a
su país lo que O’Brien plantea; más bien se limita a abrir un debate, a
cuestionar los respetados pilares sobre los que se cree haber construido una
identidad cuya solidez se tambalea ante la falta de respeto que muestra por las
ideas heredadas como bienes absolutos. Hay tanto amor como sorna en cada una de
sus descripciones, en cada una de sus enumeraciones.
En realidad,
y partiendo de esta tradición o de la idea de que un tipo escriba un libro
sobre otro escritor que vive en un hostal rodeado por los personajes que él
mismo ha ido creando, se trata de una novela metaliteraria, de una experimentación
en la que se diseccionan todos los meandros que la metaliteratura ha podido
recorrer, lo cual explica los elogios que le dedicaron autores como James Joyce
o Borges, pues no se renuncia a las reflexiones sobre la función de la novela,
ni al intertexto o al debate sobre el plagio o al homenaje poético, ni a la
presencia del autor dentro de la obra compartiendo vida con los personajes, ni
a la interpretación de los hechos que protagonizan en digresiones o
divagaciones de apariencia gratuita, ni a los saltos en la voz narrativa. Sería
demasiado recurrente referirse aquí a las matrioskas como al andamio de la
novela expuesto al público, pero es inevitable hacerlo. Los fragmentos que
componen esta novela son de muy diversa índole, y su ilación es idéntica a las
costuras de los sueños. Pero de nuevo O’Brien vuelve a caer en el efecto de la
obra anteriormente reseñada: esa ironía como forma de saber, ese exceso de
conciencia intelectual trasladada a la comedia, se prolonga demasiado; la
novela no decae ni pierde el interés para quien aprecie este tipo de
literatura, pero para el resto de los lectores trescientas páginas de un texto
frío terminan por ser una experiencia que requiere un trabajo innecesario. Sea
como sea, llegue a donde llegue el lector, el esfuerzo habrá merecido al pena.
Aunque
resulte una conclusión sorprendente, hay cierto existencialismo latente en la
lectura de estas cinco novelas. No se trata de reflejar el absurdo de la vida,
de indagar en si esta merece la pena ser vivida o no. Leídas una detrás de
otra, uno no deja de cuestionarse si esa pregunta no se la hacía el propio
O’Brien todas las madrugadas, en el momento de apagar el despertador. De ahí
que huyera al delirio al igual que el hombre inmerso en una depresión huye de
la realidad durmiendo, refugiándose en el sueño y en el espejismo cómico. Es en
este sentido en el que O’Brien se muestra muy superior a Boris Vian, el
escritor con quien le comparábamos al inicio de esta reseña, siempre más pegado
a sus personajes, a sus historias de amor, y con una visión menos periférica
del resto del mundo cuando afrontaba sus ficciones.
Fuente: Quimera
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