La luz del día
Graham Swift
Anagrama
Barcelona,
2004
313
páginas
16
euros
Resulta verosímil pensar, tras leer las últimas novelas de
Graham Swift, que nos encontramos frente a uno de los mejores escritores del
mundo en activo, aunque sólo sea debido a que pocos se atreven a asumir tantos
riesgos como él, y casi ninguno logra salir tan bien parado. Pocos son capaces
de cambiar de fórmulas y registros novelísticos sin modificar un mundo personal
que refleja uno de los planteamientos más puros de un narrador: la inquietud
que provocan las relaciones humanas, los afectos, la falta de armonía, la
obsesión por mantenerse como un ser autónomo, dotado de personalidad, pese a
las mellas y hachazos a que nos somete la convivencia. El autor de esta
extraordinaria y exigente novela nos obliga a levantar las defensas de nuestra
inteligencia arriesgando en la voz, construida con frases entrecortadas,
directas, dubitativas y en ocasiones irritantes por su montaje incompleto, para
representar al narrador que observa, a un detective presa de su ofuscación,
hasta tal punto que le será vedado fabricar con palabras el relato de su
relación con la persona que tanto le gusta, precisamente por estar inmerso en
esa relación y no ver sus límites y aristas. Y arriesga al edificar
narrativamente el resto de las historias secundarias, de modo que el lector no
puede dejar de verlas y así conocerlas, hasta el punto de que llega a
comprender la necesidad que tiene George Webb, el detective, de contar su
historia: si no se explica frente a las personas que todavía le respetan, como
su hija, su secretaria o un antiguo compañero del cuerpo de policía, revienta.
Swift también arriesga en una estructura fragmentaria, al desplegar con
meticulosidad, por aquí y por allá, las esquinas de los trapos de la historia,
saltando de una a otra secuencia temporal con idéntico capricho al que rige la
memoria, creando imágenes e ideas que se van sosteniendo en nuestra mente a
medida que avanzamos en la lectura, como si pretendiera ocultar lo global, algo
así como si un cámara de televisión nos fuera enseñando las piernas de los
futbolistas por un lado y otro del campo, consiguiendo, al mismo tiempo, que
nos enteráramos del partido. Y no deja de correr riesgos en la forma como va
decelerando la acción, hasta acabar en un apogeo del conflicto descrito a una
velocidad tan perturbadora para el narrador como desesperante para el lector:
otra sorpresa que sirve para generar inquietudes, para preguntarnos en qué
medida nos debe intimidar el porqué de las relaciones. Porque, al fin y al
cabo, recordar las relaciones humanas, al igual que leer verdadera literatura,
es un riesgo que merece la pena correr.
Fuente: Lateral
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