La vuelta al día
Hipólito
G. Navarro
Páginas
de espuma
Madrid,
2016
251
páginas
Las
palabras y los huecos
El
mundo se crea con la palabra. No es sólo cosa del Génesis ni una virtud
exclusiva de Dios. Cada vez que alguien pronuncia una palabra, está
construyendo el mundo. Lo que sucede con los grandes escritores, es que también
son capaces de crear el mundo con los silencios, con los huecos entre palabras.
En una buena elipsis cabe todo un paisaje. Cualquiera de nosotros puede
enunciar un inventario de lo que existe dentro de ese paisaje en autores tan
conocidos como Kafka. O, en este caso, por aproximación, como Chesterton o como
Oscar Wilde. Cabe aquí hablar de un estilo de humor, lejos de la bofetada del
payaso, de los vocablos feos o de la fase anal. Un humor personal, aunque con
cientos de lecturas que le han influido, incluidos los clásicos españoles y la
prosa de los barrocos. Pero todo ello ha pasado por un taller de escritura en
el que se destila el gusto por el detalle enunciado y el escenario entre los
huecos. Un estilo tan depurado que parece de una naturalidad oral sin
jactancia, con un sistema de intertextos muy personales, centrados en juegos de
palabras que apenas lo parecen o la polisemia de alguna expresión. Las
asociaciones resultan así más sugeridas que expuestas. De esta manera, si uno
no conoce la obra de Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) se siente un poco
abrumado al principio, pero no tardará en entrar en el juego que el autor
propone. Porque ese juego está destinado a hacernos más alegres unos minutos, y
porque ese juego exige que el lector participe: si uno pierde el detalle, se
quedará con el cuento colgando de una tela de araña.
Así
presentamos este La vuelta al día, título que ya de por sí se puede interpretar
de muchas maneras. Aunque uno siente la tentación de que la forma de darle la
vuelta al día sea idéntica a la que uno tiene de darle la vuelta a un calcetín.
Navarro divide el volumen en cinco apartados: el primero como homenaje a los
que le salvaron la vida regalándole la pasión por la lectura; el segundo
apostando por la alegría y la felicidad, en contra de cualquier norma de taller
de escritura; el tercero con capítulos aislados de lo que podría haber sido una
novela o algo semejante a una novela; el cuarto en interacción con alguna gente
que le ha exigido versionar a Shakespeare (Chespir, en alocución de Navarro) o
imaginar a partir de un cuadro de El Greco; y el quinto en el que sustituye a
los relatos por los chistes, por los juegos con la estructura.
Pero
Navarro no se limita al humor vacío. El pasado o los falsos pasados, entre los
que están la fragua del herrero y la monja que cocina dulces, o ese pueblo
transformado en un parque temático, falsario por culpa de lo comercial, pesa en
los contenidos. Como también el cuestionarse continuamente en qué grado de
seriedad debemos interpretar el arte, pues cualquier forma de arte sucede por
entero a la vez, ni siquiera a la música le concede un desarrollo cronológico
lineal. También están presentes, siempre, las modalidades de relación entre
personas que pueden llegar a ser propias de un cretino, y la sabiduría
señalando que en ese caso es mejor reír, pues las poses son ridículas, tanto
como llevar siempre una bolsa en la cabeza para hacerse el críptico, o cargar
con guías de teléfono para que la gente te tache de gran lector, de
intelectual. También es inteligente no hacer caso de quien disfruta de la
autocompasión, de los propios defectos físicos o de los fracasos más
humillantes en el galanteo. Muchos de sus personajes se caracterizan por alguna
versión de la neurosis obsesiva. Como la gente con la que nos tropezamos en la
calle. Pero, por fortuna, los que se esconden en este libro no son una patada
en las costillas. Son la fortuna de la sonrisa.
Fuente: Quimera
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