Juegos reunidos
Marcos
Ordoñez
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2016
300
páginas
Los
Juegos Reunidos, entre los que se
incluía La Oca, que fueron tan
populares entre los niños de las décadas de los sesenta y setenta, son todo lo
contrario que unos Juegos Olímpicos: nada de musculatura, ni de patriotismo, ni
de dinero, ni de publicidad ni de gloria. Como referente para esas dos
generaciones, suponen una garantía de pacto moral, en tanto que de ese calibre
es la ingenuidad que se adhiere al verbo jugar durante la infancia. Jugando uno
aprendía a ser justo sin atrofiar el deseo de victoria, o a ser camarada de tu
compañero en la ruleta, frente a otros amigos que serán, a su vez, camaradas en
el próximo turno. Jugando uno aprende, en definitiva, a ser amigo, algo
imprescindible para que el alma sobreviva en una sociedad hostil.
De
ahí el título de este libro de Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), en el que
recopila en forma de relatos, en ocasiones de relatos en verso, parte de su
memoria. Pero como no existe actividad más solitaria que la escritura, Marcos
Ordóñez se propone hacer uso de la memoria como si esta fuera un diálogo: “Y de
repente me lo figuro (…) con la edad que yo tenía entonces, como si yo, a ver
si me explico, hubiera tenido el valor de vestirme con sus ropas”. Esa persona
a quien se figura se trata de él mismo, vuelto a ser niño. En ese sentido, la
memoria bebe de la misma fuente que el sueño, donde uno se ve a sí mismo como
si la mirada perteneciera a otro. La asociación entre vida con la metáfora del
sueño, queda resuelta, pues, gracias a lo que supone la memoria. Ordóñez la
exprime para destacar aquello que en el pasado merecía más la pena, aquello que
se ha perdido a medida que ha aumentado la velocidad. Las sensaciones, sin ir
más lejos, duraban más de lo que duran ahora. Tal vez no sea posible poner
nombre a las sensaciones, pero sí sabemos que son comunes a cualquier ser decente.
De ahí esa escritura oral, con erudición, pero oral, que refleja episodios como
la relación con ese primo mayor, su mentor, su tutor, su ídolo, o más
recientemente con alguna actriz en plena decadencia afectuosa, sin amargura.
El
libro no puede tomar otra forma que no sea la de los relatos, más o menos
cortos, dado que de una biografía, sobre todo la propia, no retenemos sino
retazos. En el caso de Ordóñez, los mejores son los episodios más breves,
porque son más universales. Los vínculos con el mundo de la cultura o del
alcohol que refleja en los pasajes más largos, no se asemejan a los de
cualquier otra existencia. Al mismo tiempo, Ordóñez traza la geografía de una
Barcelona también universal. Porque lo que le llama la atención de ella es la
vida del subsuelo, del suburbio, de lo contrasocial en todos los sentidos,
donde siempre habrá pequeñas cosas que funcionen bien, que provoquen buenos
sentimientos. Juegos reunidos versa
sobre las filias y fobias de Marcos Ordóñez, que son en buena medida la misma
sensación; uno tiene la impresión de que donde se encuentra más a gusto es
donde tiene más miedo.
Y
es el miedo el promotor de este libro. Miedo a que tras la muerte no quede nada
de sus recuerdos. No miedo a morir, ni miedo a que se le borre la memoria. Sino
miedo a que de su memoria no quede nada en ningún lugar del universo. Porque la
memoria, como las obras de arte, como la literatura, pertenecen a todo el
mundo. Al igual que La fragua de Vulcano
o la pagoda de Shwedagon ya son
bienes que todos tenemos derecho a disfrutar, una vez que sus autores las
dieron por finalizadas, otro tanto debería suceder con la memoria, que una vez
vivida una vida, ya está a disposición de la vida de los demás, que podrán
reunirse para jugar a La Oca
alrededor del tablero, cuyas casillas dibujan aquello que más significó en la
biografía: El sombrero panamá, la fotografía de Bob Dylan, la tostadora, los
cigarrillos Gitanes, el gato negro, Truffaut o la primera Vespa.
Fuente: Culturamas
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