Los náufragos del “Batavia”
Simon Leys
Traducción de
José Ramón Monreal
Acantilado
Barcelona,
2011
86 páginas
Resumir lo monstruoso
Cornelisz es
un tirano. Es un hombre cruel, despiadado, un carnicero, un asesino. A
Cornelisz no le tiembla la voz cuando dicta una sentencia de muerte. Y los
motivos que le llevan a tomar tal determinación, van del egoísmo al capricho,
de la supervivencia al odio gratuito o, para ser más concretos, al odio
indefinido, ese que supone odiar a todos. Juega a ser Dios y el Diablo. Se
transforma en Mister Hyde elevado a la máxima potencia. Es el peor veneno
convertido en un montón de carne y huesos y sangre, cubiertos de piel hasta
adquirir apariencia humana. A su lado, una mente como la de Annibal Lecter es
el intelecto de un crío antojadizo. Es juez pero no es verdugo. Está más cerca
de los criminales que ordenaron la construcción de Auswitchz, de los que
diseñaron su ejercicio, que del soldado que apunta con su rifle formando parte
de un pelotón de fusilamiento, o que del guardaespaldas del mafioso que propone
ofertas imposibles de resistir. Porque cuando llega la hora de mancharse de
sangre, Cornelisz se viene abajo. Se ha limitado a dar órdenes y se refugia en
su vocación divina. Es un déspota y de haber podido, hubiera sido un genocida.
Pero jamás un verdugo. Porque su principal arma es un pico de oro, una deslumbrante
persuasión, un ingenio digno de los mejores cínicos y los mejores abogados. Su
reinado apenas duró tres meses y sus súbditos, sus víctimas, fueron dos
centenares largos de hombres. En apenas ochenta páginas, el escritor belga
afincado en Australia, Simon Leys (Bruselas, 1937), pseudónimo de Pierre
Ryckmans, resume los acontecimientos que llevaron al tal Cornelisz a
protagonizar, nadando en sangre, el naufragio más monstruoso de la historia.
La obra
debería haber sido una novela, una historia real novelada. Pero Leys desistió
de su empeño cuando en el año 2002 se publicó Batavia’s Graveyard (ed. esp.: La
tragedia del Batavia, Lumen, 2003), una extensa obra de Mike Dash en la que
se cuentan los pormenores del suceso: el naufragio de un gran navío comercial,
en junio de 1629, encallado en un archipiélago del oeste australiano, y el
régimen de terror y violencia a que somete Cornelisz a los supervivientes,
mientras el sobrecargo y el patrón del barco están ausentes, en busca de ayuda.
Para no competir con una obra que ya había conseguido lo que él pretendía, Leys
se limita a redactar una obra breve, más cerca de la sinopsis que del relato.
Una obra que cumple a la perfección lo que pretende: uno sale de su lectura
deseando saber más del suceso.
La depuración
de Leys llega a ser atronadora y, en consecuencia, emotiva. En dos brochazos
describe a los actores de la representación, y con apenas ese esbozo uno ya
siente la tensión. Algo que se ve incrementado con la valoración de la épica de
la navegación del siglo XVII, una aventura satánica, algo que era preferible
únicamente a la muerte. Y así mella las visiones románticas de la vida de los
marineros y los piratas, a las que nos acostumbraron películas como El Halcón del Mar o El temible Burlón. La brutalidad en la que conviven estos hombres
es descorazonadora: fetidez, promiscuidad, calor y frío, mugre, parásitos,
ratas, gusanos, agua estancada, escorbuto… todo un catálogo de horrores que culmina
con la perversión sádica de Cornelisz: “es su arbitrariedad misma la que
constituye la esencia eficaz y sin apelación de todo Terror”. Una forma de
conclusión que, por más empeño que ha puesto Leys en su investigación, no
significa conseguir explicar la mente del genocida. Pues la obra se escenifica
en la distancia narrativa de la crónica, y no en la conflictiva de una novela.
En este sentido, es inevitable referirse a El
señor de las moscas, donde sí se logra expresar cómo se pudre la mente
hasta generar la de un exterminador.
Con todo, hay
un resquicio por el que entra un aire que si no es limpio, al menos es potente.
Y ese es la aparición, dosificada a cuentagotas, de personajes secundarios con
una inmensa aptitud para sobrevivir, lo cual constituye, en último término, una
expresión digna del heroísmo.
Fuente: Quimera
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