Nacimientos
Pierre Péju
Traducción
Cristina Zelich
Tropismos
Salamanca
2004
125
páginas
11
euros
Para nacer he nacido
Este libro es un ejemplar raro. Uno puede revisar
todos los estantes de su biblioteca, recurrir a los diccionarios de términos
literarios y a los manuales sobre géneros, que no será capaz de reconocer el
lugar en el que corresponde encuadrar el libro. Así pues, no sosteniéndose
sobre la ayuda de una catalogación, al lector no le queda más remedio que
bucear en el texto para que este nos desvele sus razones de ser, las normativas
radicadas en la construcción o la coherencia ideológica. Para ir adelantando
conclusiones, Nacimientos es un libro
que pretende transmitir una intensidad dramática, una densidad de sensaciones
sorprendente, pero que se desinfla a medida que transcurren los capítulos. Es
una lástima que un libro breve no consiga mantener la potencia dramática que
propone en sus primeras páginas, debido a que el impulso que ha orientado a
Péju en un fuerte empuje creativo se apaga cuando los lugares comunes vienen a
ocupar el espacio que antes tuvo la tragedia.
El libro comienza con un capítulo, La aparición, en el que alternando la
historia de un nacimiento terrible en una celda de un campo de concentración
con la voz del narrador, se nos explica la necesidad de sacar a la luz algo que
al narrador le atosiga, y que da fe del papel de la escritura como redentora,
de la relación de la escritura con la vida; comienza relacionando perfectamente
la necesidad de traducir a palabras y publicar una historia demoledora. Esta
reflexión se retomará al final del libro, en el capítulo El comienzo perpetuo, en el que Péju, o el narrador que crea Péju,
nos aburre un poco con las ideas sobre todo lo que significa para él ser padre.
Pero, centrándonos en el primer capítulo y en el segundo, La espera, o el tercero, El
color de las aguas, extraemos lo mejor del libro, que es lo suficientemente
bueno como para justificar su lectura. Se nos relatan unos nacimientos
trágicos, en contraste con el nacimiento feliz y las consecuencias felices que
protagonizan las últimas treinta páginas, con un lenguaje barroco en el que se
valora con rotundidad el paso del tiempo y su irresoluble significado. Este
lenguaje se adapta con vehemencia a la hipertrofia de los sentidos que padecen
las mujeres en trance de tener un hijo, e incluso al hombre que asiste al parto
entre vahos de malas premoniciones. Entre la historia relatada por Péju,
supuestamente escuchada a una anciana que combate su soledad verbalizando el
horror que vivió en un programa de televisión, y la del marido que padece a una
distancia ambigua el alumbramiento de un cadáver, se establece un sutil puente
centrándose en un detalle tópico, pero tratado con valentía, que es la manera
de relacionar tópicos para que trasciendan un tanto.
Es una lástima que esa sensibilidad para lo luctuoso
no se traduzca de alguna manera en la escritura de lo feliz. Al parecer el
autor padece con más solvencia artística la empatía con lo truculento que con
lo cotidiano, o puede que, tal vez, la esencia de la literatura sea dramática,
de ahí la escasez de textos de humor en la historia. Por esa razón, lo que
viene siendo un texto barroco, acaba en un cúmulo de párrafos manieristas para
definir la paternidad como algo conquistado día a día, con manos suavemente
entrelazadas, por ejemplo. Vamos, que para ese final de viaje no necesitamos
alforjas.
Creo que el lector que afronte esta, digamos, novela de situación, puede prescindir de
las páginas finales para disfrutar, con un miedo de origen desconocido, de una
obra en la que “la exhuberancia dramática no tiene mayor sentido que el dolor
contenido”.
Fuente: Revista de letras
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