Ante todo no hagas daño
Henry
Marsh
Traducción
de Patricia Antón de Vez
Salamandra
Barcelona,
2016
346
páginas
Tan
solo una cita subrayada: “Debe de existir un sitio secreto en el hospital al
que pueden llevar a los pacientes paralizados y en silla de ruedas a fumar un
pitillo. Me alegró saber que el sentido común y los buenos sentimientos seguían
reinando entre las enfermeras”. Henry Marsh (Oxford, 1950), un experto y
cualificado neurocirujano, presta atención a la labor de las enfermeras, que
incluso saltan por los aires las normas de educación, y no digamos ya las
reglas de lo legal, con tal de dar un placer insano a un paciente. Porque sabe
que son ellas, las enfermeras, las que resisten junto a los pacientes. Su
especialidad le lleva a tratar con cerebros y médulas enfermas. Cuando atiende
a los pacientes, estos ya están sedados y con frecuencia ya se les ha abierto
la llaga y se ha limpiado de sangre la región donde serán operados. Luego se
procede a un trabajo minucioso, en el que las reglas de la precisión son las
mismas que las de un relojero. Pero Marsh no es sólo un neurocirujano que
trabaja en el mejor hospital de Londres. Marsh se niega a considerar que su
trabajo, por frío que resulte, sea meramente quirúrgico. De ahí que ponga su
corazón al desnudo en este extraordinario libro de relatos verídicos. Al estilo
de Oliver Sacks, pero con la dificultad añadida de que no trata tan
directamente con el paciente, ni los casos escogidos son ya de por sí toda una
novela, Marsh se cita con lo más importante de su biografía, que es lo vivido.
Hay menos tiempo de trato con el paciente, y un poco más, eso sí, de entrega a
las familias. Pero a partir de ahí reivindica o se reconoce como un ente
sensible. Marsh no sólo humaniza lo quirúrgico: consigue también que sea una
experiencia de aprendizaje, con el más puro sentido renacentista.
La
felicidad personal, ese concepto confuso pero ese sentimiento tan claro, pasa
por hacer felices a los demás. Esta afirmación solo pueden ponerla en duda los
que carecen de sensibilidad, es decir, los idiotas. Pero Marsh sabe que durante
las horas que pasa en el quirófano tiene que pensar en el paciente como objeto,
aunque solo sea para mantener el pulso. De ahí surgen momentos divulgativos
acerca de su labor –nos da a conocer toda suerte de tumores en el cerebro-, que
no pierden su toque gore para los
vientres blandos. Esas regiones de cada relato están en función de la memoria,
de la necesidad de expresar por qué es tan importante el resto de cada
episodio. Y aquello que es tan necesario como para llevarle a la literatura, es
la dificultad de tomar una decisión. Al fin y al cabo, de eso se trata este
libro. De las decisiones impuestas, las imposibles, los riesgos en cada
decisión, la entereza para sostenerla, la aceptación de los errores y las
limitaciones de lo humano. Por mucho que haya estudiado, por mucha experiencia
que tenga en ser el mejor en su oficio, un trabajo frío, de precisión, en el
que la ciencia es la madre de todas las batallas, Marsh sabe que no domina las
certezas de la ciencia. Porque nada es predecible.
Marsh
reivindica formar parte de la humanidad, pese a dedicarse a salvar vidas, y
para ello quiere sentirse uno más de la familia de los hombres. Al igual que a
cualquiera de nosotros que tenga un poco de compasión, le afecta más un error
que cien aciertos. Pues se supone que nos hemos preparado para no fallar nunca.
No cabe ser más honesto de lo que lo es Marsh, expresando pasión por la
neurocirugía como algo puesto al servicio de la gente humilde. Este anciano
médico, a punto de jubilarse, que se pasea por Londres en una bicicleta
pleglable, nos da toda una demostración, en este libro fantástico, de lo que es
la alegría de vivir. O al menos la alegría de querer vivir o de haber vivido. Y
para nuestra sorpresa lo hace con la convicción de quien conoce mejor que nadie
no ya el oficio de la literatura, sino el placer del lector, pues quien
comience a leer este libro no podrá soltarlo hasta la última página.
Fuente: Culturamas
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