Fuente: Culturamas
Querido miedo
Jesús
Zomeño
Sloper
Palma
de Mallorca, 2016
193
páginas
Agarrado
al tarro de mermelada de la abuela, Jesús Zomeño (Alcaraz, 1964) surfea las
mejores olas del relato queriendo lo que no se puede querer, que es el miedo.
Así, como ente global, el miedo. Nada de miedos concretos. Lo concreto en la
literatura de Zomeño, tan bien cimentada como sorprendente, es un puzle, un
arroz, un cubata, un bolsillo sin dinero, la música de Village People, en
concreto In the Navy, la tele
encendida a todas horas, pongan lo que pongan la vecina, el gruñido del
orgasmo. Junto a eso uno sobrevive al miedo queriéndolo. El miedo es una proyección
hacia el futuro. Digamos que ahora mismo, sin ir más lejos, no está sucediendo
nada: usted está tranquilamente sentado delante del ordenador leyendo esta
reseña, pero se siente inundado de miedo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de
que tiene memoria. Porque no puede estar tan tranquilo como cree, dado que
existe movimiento en cuanto uno supone lo que va a venir basándose en la
experiencia, uno revive, imagina. Sobre todo, siguiendo la senda de Zomeño,
imagina. Pues imaginación es uno de los valores que desborda este conjunto de
relatos.
En
un principio, nos engañamos pensando que leeremos es suerte de melancolía que
todos tenemos. La juventud perdida, en este caso en la famosísima y
sobrevalorada década de los ochenta. La juventud no sería juventud si no queda
idealizada, y los ochenta son la juventud de casi toda la población española.
Los tiempos felices que se reproducen una y otra vez, pertenecen a esos años.
Incluso los adolescentes mencionan los ochenta con nostalgia. Pero en manos de
Zomeño los tópicos de la década dorada se atopizan. Pierden su iconicidad,
pasan a ser un trámite como cualquier otro. Con lo cual nos queda una sensación
de teatro del absurdo, de comedia demasiado cómica, tanto como para que nos
tengamos que tomar la cosa en serio. Cualquier lector conoce para qué se sirve
el escritor de la hipérbole. Y si la juventud fueron los años benditos, también
fueron los arrogantes: esa travesía la ejecutamos estando de vuelta sin haber
ido a ninguna parte. En el sentido de los relatos de Zomeño, no distinguimos lo
sucio de lo justo. Uno cree que tiene carácter, cuando en realidad lo que le
sobra es lo mundano. Queríamos haber vivido, no estar viviendo. Y mientras
tanto, nos limitábamos a rellenar el aburrimiento. El mito es abstracto e ingenuo,
y su desmitificación será concreta y miserable. Los años ochenta serán una
película de serie B. Eso sí, trufados con un humor de novela negra
deslumbrante. Pongamos un ejemplo: “Me pregunto si las hormigas verán el arco
iris en el cielo cuando haya sol y alguien orine de pie por encima de ellas”.
La
mayor parte de los relatos mantienen esta consistencia, que casi les da forma
de novela breve. Pero el volumen contiene una segunda parte variada tanto
temática como formalmente: la batalla del abuelo, un mal día en la playa, una
conversación por chat, Frankestein, un dietario, etc., con humor metanarrativo.
¿Qué quiere decir metanarrativo? Ni idea, pero seguro que a Zomeño le encantará
que un filólogo lo analice. Ese Frankestein que se construye a sí mismo con
piezas de otros y un trozo de manguera, esos borrachos imberbes que saltan por
encima de un yonqui muerto en los baños de una discoteca sin denunciarlo, no
sea que la policía les estropee el baile y el buitreo, o ese suicidio por
desidia, el que protagoniza un fotógrafo que se instala en Chernóbyl, son
relatos metanarrativos. O algo parecido a eso. Creo.
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