Un puñado de vida
Marlen Haushofer
Traducción de María Esperanza Romero y Richard Gross
Siruela
Madrid, 2005
153 páginas
16,90 euros
Tratado de psicología evolutiva
Un buen día, unos seres que
mantienen entre sí una enigmática relación, una madrastra y su joven hijastro,
huérfano, de la que sabemos que las tensiones del flujo emocional ni son
enfermizas ni son las que deberían ser, deciden poner en venta la casa de campo
donde se cobijaron los últimos años, desde la desaparición de la madre real del
muchacho, dada por muerta, hasta la desaparición del cabeza de familia, que
muere de tanta realidad. De repente, aparece una mujer madura, refugiada tras
unas gafas de cristales opacos verdes, que acepta el precio de compra tras
visitar el lugar, donde se ve en la tesitura de pasar una noche antes de
regresar al lugar del que vino. Esa noche, la mujer abre un cofre y, como si se
tratara de una caja de Pandora, del cofre comienzan a surgir unos recuerdos que
contienen suficientes dosis del mal, del mal de la añoranza, del mal del
arrepentimiento, del mal de la culpa, del mal de la sensación de haber
malgastado muchos años de vida. Toda una melaza que se irá despertando a medida
que ella revisa las fotografías de su pasado, pues ella es la mujer
desaparecida, la madre biológica del muchacho, la mejor amiga de la madrastra.
Y también una desconocida, porque, a fin de cuentas, todas las transacciones
que hacemos en este planeta, incluidas las de las cosas que han sido queridas,
las hacemos con desconocidos.
Estructurado como si se tratara
de un tratado de psicología evolutiva, Marlen Haushofer narra la vida de esta
señora a la que se le despiertan los recuerdos con incomodidad y confort, pues
los afronta de manera voluntaria. Y así, encara su pasado dudando en ocasiones
hasta el empacho emocional, sin resolver los nudos e intrigas que se agolpan en
algún lugar entre su pecho y su encéfalo. El orden riguroso, comienza por la
primera memoria, la de los mejores tiempos, en que se refleja la pureza de la
vida en el campo, en el que, tal vez, sea el capítulo fracasado de la obra. El
narrador, demasiado neutral, directo, sin concesiones a ningún proyecto
estético para evitar rozar el filo de lo pedante, nos hace echar de menos otras
obras sobre la infancia como nuestro verdadero refugio (recuerdo, en estos
momentos, la maravillosa Helena o el mar
del verano, de Julián Ayesta, por ejemplo). A medida que avanzamos en la
lectura, se nos hace comprensible este recurso, pues asistimos al entrenamiento
de un ser que pretende transformarse, emocionalmente, en una roca, pese a que
se trata de un espíritu libre un poco tópico: “Betty recordaba que una vez
había cedido su merienda a una niña delgaducha y glotona durante una semana, a
condición de que al atardecer se colocara de cara al sol poniente para que éste
tiñera su cabello castaño del tono rojizo de las hojas de haya en otoño”. Este
pasaje tiene lugar durante su educación infantil en un internado religioso, una
etapa que castró sus inquietudes y su curiosidad, mediatizada por una educación
judeocristiana en la que se prioriza el aprendizaje del miedo, la
interiorización del mal a través de normas estrictas y los reproches a que
obliga el pudor. Al mismo tiempo, ella se inicia en el mundo de la amistad,
que, llegando a la preadolescencia, confunde por culpa de la indefinición
sexual, por los desvelos del amor y el contacto, los mismos que la llevan a
valorar el compañerismo como lo más importante del mundo. En la etapa
siguiente, se verá abocada al aprendizaje de la soledad, sobreviviendo a la
realidad de los otros, para construir su personalidad en unas circunstancias
donde todo se tambalea, de ahí que aprenda a amar al tiempo que a mentir. Luego
vendrá el banderazo de entrada en el mundo adulto, simbolizado por la nostalgia
que estimular la nieve, y la moderación de las emociones, lo cual provocará que
el adulterio no genere un agujero negro por el que se le escapen las razones de
la vida. Y así, el lector descubre que al final ha leído un texto sobre la
cadencia del paso del tiempo, sobre los días, los meses, los años…
Fuente: Tribuna/Culturas
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