Asesinato y ánimas en pena
Robertson
Davies
Traducción
de José Luis Fernández-Villanueva
Libros
del Asteroide
Barcelona,
2015
382
páginas
Los
disfraces de los antepasados
La
impresión que da la escritura de Robertson Davies (1913-1995) es la de ese escritor
que narra con fluidez, que ve la novela desde la distancia pero que no la va
descubriendo sino a medida que desarrolla cada frase, cada párrafo, cada
página, cada capítulo. No es improvisación, pero tampoco la metódica estructura
y el trabajo con un fichero de personajes y lugares, de acontecimientos y temas
ocultos. En buena medida, se podría hablar de un escritor que escribe fiándolo
todo a su talento. Un talento que en buena medida es oral, expresión fácil,
disposición para el relato por encima de lo que separa la literatura escrita de
cualquier otra forma narrativa. Su terreno es la imaginación, ese “cuando
estamos o fatuamente creemos estar vivos” que en algún momento menciona, y no
la fantasía. Aunque Asesinato y ánimas en
pena parte del punto de vista de la fantasía: un hombre asesinado, un
muerto, se transforma en narrador. Si en el último segundo la vida de uno, tal
y como se dice, aparece completa por las pantallas de la memoria, en este caso
lo que sucederá será la vida del árbol genealógico del narrador. Para ello
Davies se vale del truco de imaginar que este narrador, que el espectro de este
narrador asiste a la proyección de las películas de un festival de cine. A su
lado se sentará su asesino. Pero las películas que verán serán diferentes. El
asesino acude como crítico cinematográfico, usurpándole el lugar al muerto, y
contempla las películas de ficción. El narrador se sorprende al ver detallada,
en cada película, un episodio de supervivencia de sus antepasados.
Se
produce, de esta manera, un exceso de conciencia de saberse narrador. Pues
deberá resumir la película sin dejarse por el camino ningún detalle que importe
en la formación de lo que ahora es: mero espíritu. Como tal, cierta suficiencia
le permite poseer dos cualidades inevitables a su condición, que son un vago
humor que nos guía por el texto de modo que no caigamos en aturdimientos
oscuros, y una curiosidad que raya lo infame de puro realismo. En su origen,
este narrador fue un intelectual, y su manera de saldar deudas consiste en
conocer a los demás. El juego paradójico que se le propone consiste en que una
vez que es fantasma, es decir, un ser irreal, conocerá de dónde viene a través
del cine, que es el arte que mejor representa la realidad. Los seis pases
cinematográficos mantienen como nexo la lucha por la vida, comenzando por la
independencia de Norteamérica, en la que asistimos a sucesos cotidianos, no a
grandes batallas, y la huida de una familia hacia Canadá. En la siguiente
proyección, influida por las leyendas celtas, se nos lleva hasta Gales, y de
ahí a la gran metrópoli, dos lugares en los que la religión actúa como férula
contra la libertad. La tercera película versará sobre la dureza de ser colono
cuando el país es duro y el hombre es pobre; nos encontramos en el siglo XIX y
no se ocultan las miserias que afectaron a los ancestros del mundo occidental,
antes de tantos descubrimientos científicos. A continuación, recurriendo a
varias voces, a varios puntos de vista, veremos cómo se asienta la nación:
“¿Acaso los antepasados, fugaces y disfrazados, nos visitan en sueños y nos
hablan con susurros?”, concluirá. Para pasar ya al conocimiento más directo de
la vida de su padre, superviviente de la Primera Guerra Mundial, que es una
metáfora de la demolición del mundo, y resucitar las mentiras de un matrimonio
asentado sobre la dificultad de soltar el pasado. Finalmente, Davies resumirá
en qué consiste el duelo por la pérdida de un ser querido.
Tal
vez fuera improvisando el desarrollo del boceto que tenía en la cabeza, esa impresión
da, pero Davies tenía claro a dónde pretendía llegar: a la idea de que la vida
es una sucesión de destinos sin propósitos.
Fuente: Revista de letras
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