Morir
Arthur Schnitzler
Traducción
de Berta Vías Mahou
El
Acantilado
Barcelona,
2004
147
páginas
12
euros
La enfermedad invisible
Desde hace años la editorial El Acantilado viene
recuperando las obras de autores fundamentales, en ocasiones valiéndose de
traductores tan cuidadosos como Berta Vías Mahou. Y uno de sus favoritos, uno
de los más sugestivos, es Arthur Schnitzer, que ya había dado muestras de sus
conocimientos de los laberintos y retortijones de las pasiones humanas, así
como de la tipología femenina, en obras como Teresa o La señorita Else,
a las que viene a añadirse Marie, la verdadera protagonista de Morir, pese a que no es ella, sino su
pareja, quien está condenado a morir. Dos datos ocultos confieren a esta novela
corta un grado de extrañamiento que aporta cierta intriga: el primero que no se
confiesa el vínculo de compromiso que ata a la pareja, apuntándose cierta ligereza
característica de una burguesía caprichosa, con lo cual suponemos que no son
nada más que novios juveniles, pues tampoco se define la edad de los
protagonistas, aunque sí cierta falta de madurez sentimental; y el segundo es
la naturaleza de la enfermedad que acosa al egoísta Felix, un tipo en el que no
queda más resquicio de dignidad a la hora de hacer frente a su destino que
ciertas dudas sobre el trato a su amada, sujeto a cambios de humor infames por
culpa de su victimismo.
La auténtica enfermedad que inunda la novela no es
la que, desde la primera página y sin ocultar la fiebre psicológica de los
personajes, provoca las reacciones de compasión o miedo, de esperanza (“alevosa
y aduladora”) o dolor, de envidia y tristeza, de los personajes, sino la tortura
de la relación. Schnitzer, quien parece haber leído bien a Spinoza pues
interpreta los sentimientos antes enumerados como cargados de una tristeza
opuesta a la razón y por tanto causante de infelicidad, hace actuar a sus
personajes ante nuestros ojos, partiendo de los detalles de sus actos, de sus
gestos, movimientos, del brillo de sus ojos o del sentido que cobra cualquier
expresión, todo hipertrofiado porque no deja de pasar desapercibido el horror
de un augurio: el de saber cómo será la muerte de uno mismo. Aunque el narrador
acompaña a los personajes principales todo el rato, son escasos los momentos en
los que se ve obligado a recurrir a penetrar en el interior de sus almas para
que nos pueda explicar cuáles son los sentimientos que Schnitzer, un médico a
quien Freud consideraba su alter ego, manipula con desenfado y acierto, como
por ejemplo en esas ocasiones en que Felix azota hasta el llanto a su amada
maldiciendo su suerte, escenas que terminan con los dos acostados bajo las
mismas sábanas. Así, cada frase que cada uno de ellos pronuncia, cada uno de
sus actos, buscan provocar un tipo de reacción en el otro, más meditadas las de
ella, sujeta a la tortura de saber que se sentiría culpable en caso de
abandonar a un moribundo, más viscerales las de él, preso de “un miedo sin
nombre” que le convierte en un tirano capaz de recordarla a ella su desdicha en
los momentos en que la ve alegre.
La novela transcurre a lo largo de un año, desde que
Felix conoce su suerte y, sin perder tiempo, se dirige al encuentro de Marie
para, en una actuación autocompasiva de una falta de entereza lamentable,
compartir con ella su lástima. A partir de entonces, a estos dos miembros de
una sociedad burguesa y, vista a fecha de hoy, decadente, se les desordenan los
instintos, se debilitan de modo que, como un péndulo, se debaten entre el amor
y la muerte, y, en el caso de Marie, entre recuperar la alegría de vivir y
afligirse por la fatalidad.
En muchas ocasiones, durante la lectura de esta loa
a la contradicción del ser humano, el lector siente la tentación de meterse
dentro de la novela y arrastrar a Marie fuera de ella. No cabe mayor elogio.
Fuente: Tribuna/Culturas
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