La duquesa ciervo
Andrés
Ibáñez
Galaxia
Gutenberg
Barcelona,
2017
383
páginas
Uno
lee torres, espadas, magos, dragones y toda la magia y la inocencia del mundo
de las caballerías, y se siente tentado a pensar en que la narración aprovecha
el reflujo de El señor de los anillos.
Cuando lo que caracteriza a la obra de Tolkien es, precisamente, el salirse del
mundo de las caballerías, con sus dragones más puros y sus encantamientos tan
sencillos como el de una mujer que se transforma en ciervo. La duquesa que es
ciervo no nos remite a un libro como El
señor de los anillos, tan mal leído después de la horrorosa adaptación al
cine, porque se trataba, en buena medida, de la primera gran reivindicación
ecológica de la literatura, y ahora es una sucesión de monstruos. Nos remite a
Ovidio. Porque hasta él tenemos que remontarnos durante la lectura de La princesa ciervo. Las metamorfosis,
frecuentes, en este relato, homenaje a la literatura de magos y espadas, son de
carácter metafórico. La magia no está tanto en que un personaje se transforme
en un gorrión, como en que sea un gorrión el ave elegida. O un águila. Las
connotaciones de cada animal pertenecen al mundo de la fábula. De ahí que
Andrés Ibáñez (Madrid, 1960) no precise extenderse en explicaciones.
En
la columna de agradecimientos, Ibáñez nos da cuenta de las lecturas que le han
influido: sobre druidas, sobre vikingos y sobre las leyendas británicas. Y las
obras que le empujaron al mundo medieval, donde las salamandras sobrevivían en
las hogueras y el unicornio no es un caballo con una prótesis en la frente,
sino un animal que comparte las virtudes de los ciervos en las fábulas y en los
cuentos clásicos. Pero la lectura nos hace inevitable recordar alguna otra
novela. Uno piensa, precisamente, en El
unicornio, de Manuel Mújica Laínez, con quien comparte no solo buena parte
del mundo clásico del misterio medieval, sino la prosa, el gusto por encontrar
algo estético, incluso dulce, en una época famosa por su oscurantismo y su
brutalidad. Como Mújica Laínez, Ibáñez no tiene prisa por escribir, por
describir, por darnos a conocer el mundo. Como el autor argentino, disfruta
demasiado escribiendo, y sabe transmitir ese deleite, como para preocuparse por
la larga distancia que adquiere cada una de sus novelas y si podría decirse lo
mismo con menos palabras: no, no podría, porque no sería la obra de un esteta,
y escribe para quienes disfrutan leyendo. Y también se viene a la cabeza Ursula
K. Leguin, no solo por su ciclo de Terramar. También por la introducción de un
elemento de ciencia ficción, que define la luz, la eternidad y la pureza, y se
sostiene en el aire. Ursula K. Leguin consiguió que el agua y el aceite de la
literatura de fantasía y la de ciencia ficción se mezclaran. Es posible que
Ibáñez no haya leído estas obras, pero es probable, tratándose de un escritor
que es capaz de leerse un océano.
Por
otra parte, Ibáñez es fiel a los cuentos clásicos. Los druidas son sabios,
hombres que han vivido. Pero los protagonistas de la literatura celta, por
ejemplo, no son los druidas, sino sus aprendices. Se trata de Bildugsroman, un término no acuñado
cuando la literatura era oral y al calor del fuego: “La magia, según me explicó
el Tatuado, es la capacidad de ver, la capacidad de asombrarse y la capacidad
de hacer, y todos los que hacen algo, sea un poema o sea un zapato, participan
de alguna forma de la magia, alta o baja”. El narrador, es fácil adivinar, es
el aprendiz de druida. Este joven, sin apenas experiencia ni en la magia ni en
la vida, que vienen a ser casi lo mismo en la novela, se interna en tierras
arrasadas por bárbaros formando parte de una extraña comunidad, como lo era La Comunidad del Anillo en el libro de
Tolkien, no elegida por sus méritos en batalla. Pero antes Ibáñez nos ha
enseñado el mundo de las metamorfosis. Hay unas frases claves que se enuncian
para designar el objetivo que debe proteger dicha comunidad, unas frases que
son, por efecto de contradicción, una declaración de principios literarios de
Andrés Ibáñez, empeñado en hacer de cada obra una marea distinta, pero siempre
una gran marea, en ocasiones, sobre todo en las primeras novelas, tal vez
demasiado grande. Dictamos: “Sólo en el corazón del hombre arde una llama
pequeña y escondida que desea ser libre. Hemos de apagar para siempre esa
llama. Debe ser destruida y el hombre sojuzgado. Es necesario matar esa luz de
la conciencia que crea en un vulgar animal la sensación de ser un individuo
único y distinto de todos. La imaginación del hombre es la lepra del mundo. Lo
que la ayuda, el amor, la soledad, la memoria, la música, el arte, han de ser
erradicados y rendidos. Vivir es vivir con cadenas”.
Sea
pues. Esto se llama hipérbole y ya sabemos que quiere decir exactamente lo
contrario de lo que enuncia.
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