El pájaro carpintero
James
McBride
Traducción
de Miguel Sanz Jiménez
Hoja
de lata
Xixón,
2017
446
páginas
El
nombre es tan conocido que podrías tratarse de cualquiera: al margen de John
Brown, solo se nos ocurre míster Smith para ocultarse en un hotel de mala
muerte. Sin embargo, existe un John Brown en la historia de Estados Unidos tan
carismático como influyente. John Brown fue un abolicionista que no tuvo pegas
en recurrir a ciertas formas violentas para romper la estructura de una
violencia mayor, como la de la esclavitud. John Brown representa la famosa
frase de Kirshnamurti, según la cual quien sienta que no encaja en una sociedad
enferma, está sano. En esta estupenda novela de James McBride (Nueva York,
1957), Brown es en buena medida el paisaje. Sobre la figura de Brown actúan los
personajes. Pero Brown es, a su vez, un personaje, aquel a quien sigue un chico
desde los doce a los quince años, disfrazado de chica, gracias a su androginia,
para superar escollos y, para nuestro disfrute, verse envuelto en líos. John
Brown visto por Henry Cebolla
Shackleford, que es como se llama el narrador y protagonista, es una caricatura
muy verosímil de lo que pudo ser el verdadero Brown, un personaje que, como
referente social, obtuvo elogios de su contemporáneo Thoreau, sin ir más lejos.
Pero
Cebolla es alguien que no ha tenido
acceso a lo que hizo de Brown un líder. Nuestro narrador es analfabeto
funcional. Lo cual se traduce en una voz con la sintaxis oral correcta -hay que
imaginarse lo que supondría para alguien hablar sin interrupción durante tanto
tiempo como el que dura la novela-, pero cuya traducción a escritura solo puede
ser la de una jerga. La decisión de Miguel Sanz Jiménez de respetar este
espíritu, hace de su labor algo mucho más que una reproducción en otro idioma.
Su trabajo como reescritor es memorable. O, tal vez, deberíamos decir como
traductor de prosa. El resultado de su labor convierte en algo así como un
camino de cabras las primeras páginas de la lectura, hasta que nuestro oído se
hace con el esquema oral y a partir de ahí se nos revela una narración pura. El
orden cronológico y la sucesión encadenada, en la que van y vienen actores, nos
hace dudar sobre si existe un plan previo a la escritura de la novela. Pero lo
que importa, a dónde quiere llegar McBride, está bien definido y mucho mejor
conseguido. Esta narración bebe de Mark Twain, tan verosímil como humorístico,
tan vital como increíble. Bebe de la picaresca, sí, pero del pícaro que no será
capaz jamás de dominar su destino. A lo largo de la novela, Cebolla tendrá que adaptarse a las
situaciones, pues todas le superan a él.
¿Existe
una definición más certera del realismo? Aparentemente, nos encontramos con una
obra de humor. Pero los tres años de vida de Cebolla son trágicos, difíciles, duros e incluso comprometidos. Por
momentos, sería mejor no haber vivido ciertas circunstancias, por mucho que
muevan a sonreír. Vivir es algo muy serio. De ahí que McBride intente poner una
guinda a nuestras tardes de lectura, un pastel tras la siesta, un poco de
mermelada en la tostada a punto de caerse. Y todos, incluido Cebolla, sabemos qué lado de la tostada
será el que toque el suelo. No siendo dueños de nuestro entorno, sabiendo que
el mundo es más fuerte que nosotros, en cierta medida todos debemos aprender lo
que aprendió Cebolla: que vivir, por
mucho que nos haya dolido, es algo que está bien si sabemos que podremos
contarlo de manera que los demás se rían de nuestras desdichas. Así, gracias a
la caricatura, se transforman en hazañas.
Fuente: Culturamas
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