Solo
August
Strindberg
Traducción
de Manuel Abella
Mármara
Madrid,
2015
173
páginas
13,50
euros
Que la
vida va en serio
Y
todos los antiguos alumnos habían tenido ocasión de comprobar no solo que la
vida va en serio, sino que además es amarga cuando ya nadie es un muchacho.
Para estos hombres, pasada ya la mediana edad, el pasado no es otra cosa que
“la paja en que medraba el presente; una paja que había fermentado, carecía
sustancia y comenzaba a enmohecerse”. Y así es como se dieron cuenta “de que ya
nadie hablaba del futuro, solo del pasado, por la sencilla razón de que nos
encontrábamos ya en ese futuro que habíamos soñado, y habíamos perdido la
capacidad de imaginar otro”.
Bajo
esta premisa, el narrador, que al igual que sus viejos camaradas acusa a cada
uno de los otros de deserción, opta por la soledad. Y en buena medida el
músculo del relato consiste en esa forma de inventarse, de comenzar una nueva
vida, de mantenerse al margen de la nueva gente, de ser un misántropo y un
observador, un tipo que ha convertido sus párpados en balcones, un voyeur de lo
cotidiano. Strindberg (Estocolmo, 1849 – 1912) crea a un personaje en el que
sobresale la capacidad de fingir, crea a un narrador de su propia historia para
vivirla, fingidamente, en el libro. Cualquiera que haya leído Gog, de Giovanni Papini, o La caída, de Albert Camus, y haya
disfrutado de estas obras maestras, no se verá decepcionado al enfrentarse a
este Solo, una novela también sobre
la misantropía que uno se impone a sí mismo. Algo que seguramente nazca de la
autocompasión, pero ese espíritu queda oculto, tapado y bien tapado bajo la proyectada
potencia del narrador.
Se
nos presenta aquí su vida introvertida, a la que pretende dar viveza a sus días
a base la obsesión por el mal, del hedonismo no cimentado en los sentidos, del
cinismo con que quiere ver algo que se le antoja, por voluntad propia, sin
explicarnos la razón, como espectral. Pero que se trata, a la hora de la
verdad, de una realidad que añora. Porque le obliga a mantenerse desocupado, a
no ejercitar las emociones. Para el narrador, no querer formar parte de esta
sociedad enferma, es síntoma de salud. O debería serlo, solo que nadie más lo
entiende, porque a estas alturas cree banal tratar de imponer la opinión
propia, limitarse a escuchar la propia voz, que es a lo que dedicamos en cien
por cien de nuestro tiempo. Su refugio es su pensamiento, que da por supuesto
que es el puente entre su interior y lo externo. Pero la vida, para él, es lo
que se queda dentro. Y así se enreda, según sus palabras, en la seda de la
propia alma: “Durante ese tiempo, uno vive de sus vivencias, y vive también,
telepáticamente, la vida de los otros”. “Lo que he ganado con la soledad es
poder decidir por mí mismo mi dieta espiritual”, asegura.
Pero
cabe preguntarse, al revisar la historia humana, al revisar tantas biografías,
al revisar Gog, La caída o Solo, si el que elige la soledad puede
permitirse el lujo del cinismo. La soledad es trabajo y es combate. Es miedo.
Sobre todo cuando uno está entrando en la senectud, donde si quiere contar con
la esperanza como aliado se dará bien de bruces contra el universo. De ahí ese
final de esta obra que aparenta tener trazas autobiográficas, un final que se
deshilvanará tras revisar a Balzac y a Goethe, al hijo perdido, a un mendigo
que salió de presidio, a la aparición de alguien más en sus días y, cómo no, a
la muerte.
Fuente: Revista de letras
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