Sobre la belleza
Zadie Smith
Traducción de Ana María de la Fuente
Salamandra
Barcelona, 2006
476 páginas
18,50 euros
Los dos lados del charco
Lo primero que uno percibe al
leer esta novela, es que las intenciones de Smith al redactarla están lejos de
la experimentación literaria, del afán de enriquecer la prosa y de
planteamientos lingüísticos de ese estilo. De hecho, cuando se acerca a una
imagen tratando de experimentar con el lenguaje, le puede salir algún topicazo,
como el uso del adjetivo bonito, o algún fallo, como el símil: “Tiene incluso
una pequeña piscina detrás, aunque fría y mellada, como una sonrisa británica”.
Así pues, dado el volumen de la obra, dada la abundancia de diálogos, dada la
soltura con que escribe, próxima al lenguaje de los best-sellers, dada la ambientación, en una ciudad residencial de Nueva
Inglaterra, dados los planteamientos de situación, rápidamente uno piensa en la
obra de Tom Wolfe, por ejemplo, y en cuanto ha buceado un rato en el texto,
lamenta que no exista un poco más de Richard Ford, por ejemplo. Durante un buen
rato, uno se cuestiona a qué se debe que esta escritora, británica, pero de
piel nada lechosa, opte por este planteamiento:
Un profesor de historia del arte,
británico, blanco, que ha emigrado a Estados Unidos, se ha casado con una mujer
afroamericana, que engordó lo suyo durante el matrimonio, y con quien ha
engendrado tres hijos de diversa calaña, ve su vida descomponerse pero sin que
termine de despegarse de su piel cuando su rival intelectual se cruza repetidamente
en su vida, y su mujer descubre que le engañó con una profesora de la
universidad, blanca y enclenque. La vida que lleva la familia en Estados Unidos
les orienta por rutas convencionales: él debe superar a sus contrincantes, debe
demostrar que sus estudios denostando un tanto a Rembrandt y ensalzando el arte
del siglo XX son de importancia vital para la especie humana. Ella demuestra su
lejanía emocional con él, pero también su dependencia, y centra su vida en la
cortesía que sustituye a la amistad. El hijo mayor descubre que es un memo
sexual y se convierte al integrismo cristiano, o puede que lo segundo viniera
antes que lo primero. La hija es una pequeña pretenciosa de ínfulas culturales,
para lo cual se refugia en el intelecto y obvia un tanto la sensibilidad. Y el
hijo pequeño, para diferenciarse en condiciones de una familia y un ambiente de
clase media alta, se empeña en demostrar que su gran frustración es no haber
sido un negro marginal.
Las escenas que protagonizan uno
u otro se suceden en capítulos de sencilla lectura, resueltos en diálogos en
ocasiones gratuitos, pues entre la situación inicial del mismo y la final la
única variación que toma cuerpo es un cambio de estado de ánimo en uno de
ellos, por lo general debido a que recibe una información sorprendente. De vez
en cuando, algún destello de ingenio incita al lector a progresar en la
búsqueda de una acción de poca importancia. Puede que Smith halla escrito esta
novela para promocionarse en el mercado americano, pues el tema de valor que
contiene parece demasiado diluido, al menos a lo largo de las primeras
trescientas páginas. Después, esta historia coral, sin línea argumental
prioritaria centrada en uno de los seres que la pueblan, pero bien trenzada
siguiendo a todos los secundarios, se levanta sobre sus pies, para confirmar
que, efectivamente, el choque cultural, que representa la verdad de estar vivo,
responde a dos interpretaciones de modos de existir: el estereotipo americano y
el reconocimiento de las raíces. De todos los encuentros de personajes de que
está colmado este libro, ninguno resulta tan intenso como el que une a Howard
Belsey, el padre de la familia, con su propio padre, un carnicero retirado,
demasiado anciano y demasiado lúcido, pero poco implicado en la vida sentimental
de su hijo. Por alguna razón que no conviene descubrir a quien lea esta reseña,
Smith lleva a sus seres queridos a la vieja Inglaterra, a su patria, para
resolver, para bien o para mal, los conflictos. Así es como queda patente ese
contenido implícito acerca del desencuentro cultural, social y vital entre las
formas de comprender el mundo desde un lado y otro del charco. Así se explica
ese clasismo nada filantrópico de Howard y su odio hacia el arte figurativo. Y
también la manera de entender o no entender a sus hijos adolescentes. Y a
solventar la distancia entre lo que se supone que es una realidad idílica y la
verdad emocional, pues lo idílico que se encuentra en los anuncios responde, a
fin de cuentas, a una sociedad corrompida, medrosa, abotargada, estúpida.
Fuente: Tribuna/Culturas
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