Los enanos
Harold Pinter
Traducción de John Lyons
Destino
Barcelona, 2005
223 páginas
17,50 euros
Mis amigos hablan
La promoción de este libro nos
indica que se trata de la única novela que ha escrito (o al menos publicado) el
último Premio Nobel de Literatura, Harold Pinter. Aquí se abren, a un tiempo,
las expectativas y los temores. Expectativas porque, como ha quedado demostrado
tras la divulgación de su obra y su militancia ideológica, nos encontramos
frente a un idealista íntegro, un tipo sin miedo a morderse la lengua. Y eso,
confiemos, debe traslucir de alguna manera entre las líneas de sus escritos. Y
temores debidos a que la novela no parece ser su especialidad, y a que, como se
nos aclara en la nota introductoria, Los
enanos es una obra de juventud, revisada con el paso de los años.
El caso es que basta echarle un
vistazo para comprobar que los temores se cumplen. La abundancia de diálogos,
algunos planteados en secuencias en cascada, veloces y ágiles, convierte a esta
novela en una pieza dramática, lista para ser representada sobre un escenario.
Posiblemente, el resultado de Los enanos
animó a su autor a definir su carrera con un acierto que el que firma esta
reseña no está capacitado para calibrar, pero intuye como gozoso. Sin duda, se
trata de un escritor dotado para el diálogo, como lo demuestra, por ejemplo, su
ingenio:
“-Sí –dijo Pete-, pero tienes que
pesar esa pizca de razón contra el caso en discusión. Y, en pocas palabras, lo
encuentro insatisfactorio como concepto funcional para este caso en particular.
¿Tú no? Después de todo, un polvo es un polvo, pero no tiene lugar en el vacío.
El contexto es concreto.
“-El polvo también.”
Pero no será el ingenio lo más
importante, sino la evolución de esos personajes, esos enanos que Pinter maneja
como si se tratara de una partida de ajedrez, en la que los cuatro amigos (tres
varones y una mujer, compañera de uno de ellos), sortean casillas hasta caer en
la decadencia de su propia labia, de sus propias trampas. Algo de la condena
final a estar solos se debe a motivos sociales, a las razones de una ciudad y
un país que constituyen el tablero de ajedrez sobre el que se mueven en
diversas direcciones, a esas convenciones que conforman, muy a nuestro pesar,
eso que llamamos conciencia. Estas vienen perfectamente planteadas por una
división en dos partes, en la primera de las cuales cada escena se plantea
entre dos de ellos, combinando todas las parejas posibles, y en la segunda en
la que intervienen todos en la misma acción. Así, van desplegando unos diálogos
en los que el narrador, un narrador que sí existe y que de vez en cuando se
permite salir de la debacle conversacional para rumiar unas reflexiones
posmodernas, son la herramienta de la que Pinter se sirve para ir explicándose
quiénes son esos enanos que él mismo se ha atrevido a crear. Esa necesidad de
explicarse la provoca cierta confusión, pues frecuentemente el lector puede
pensar que en realidad estos cuatro enanos son el mismo, el mismo personaje con
problemas de narcisismo, pretensiones culturales y que no termina de resolver
sus problemas con el sexo en tanto que busca trabajo.
En cuanto a las expectativas,
cabe señalar el dominio de la situación teatral, perfectamente aplicable a los
momentos de diálogo de una novela, de manera que la acción o, para ser más
concretos y refiriéndonos a la novela que estamos analizando, la evolución de
la situación, progrese en tanto que ellos se embarcan en un bla, bla, bla
desenfrenado, veloz y salpicado de juegos verbales que se pierden en la
traducción para eludir un aparato de acotaciones de mayor volumen que el propio
texto. Y ese aparato estropearía tanto el realismo como el humor con que está
escrita esta novela que denota un aprendizaje en marcha.
Fuente: Tribuna / Culturas
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