El mar
John Banville
Traducción de Damián Alou
Anagrama
Barcelona, 2006
219 páginas
15 euros
Esto: ¿hacia dónde?
La respuesta a la pregunta con
que se encabeza la reseña, es el título de la novela: hacia el mar. Ahora bien:
¿qué es el mar? El mar, al menos en el mundo estético, parece ser un ente
colmado de tópicos: un lugar de idílico placer contemplativo, un remanso en el
que dejar perder el pensamiento, un encuentro con la paz interior y con nuestro
espíritu satisfecho con su pasado… Un lugar azul, un horizonte. Una visión
romántica, un ojalá, cuya única contrapartida, en el mundo literario, fue su
versión como plaza donde batallaron los héroes de Conrad y Stevenson, quienes
son, a juicio del que escribe y más aún tras la lectura del libro de Banville, los
mejores escritores de la historia. Para no llamar a engaño, comenzaremos
diciendo que Banville se encuentra cómodo en ese refugio de lugares comunes (o,
por mencionarlo con un galicismo que acierta de pleno con el análisis, un
refugio de ideas recibidas). Basta echarle un vistazo al argumento, tan tenue
como carente de importancia: un deprimido escritor que enviudó hace un año,
busca consuelo en la región de la costa irlandesa donde de niño acostumbraba a
veranear con sus padres. Lo demás, ya se sabe: recuerdos de los amigos más
especiales que tuvo, roces con la gente con la que comparte espacios sin
convivir, enfrentamientos con una hija que está pasando la última etapa de su
adolescencia… y un insólito suceso del pasado, conocido la “extraña marea”, que,
cómo no, llevará implícita una tragedia.
Hay que agradecer a Banville su
franqueza. En seguida coloca las cartas sobre el tapete, boca arriba, de tal
manera que arroja fuera de la narración al lector que no comparta su juego. ¿Y
en qué consiste ese juego? Básicamente, en su intención de ser impresionista,
es decir, de captar los instantes, los detalles que componen un cuadro
embriagado de sensaciones. De ahí que halla recurrido a la primera persona como
sujeto narrativo, para permitirse la libertad de divagar, de rumiar asociando
sensaciones a momentos, a tenues episodios sin relato. Dicho de otra manera, el
narrador se estudia a sí mismo constantemente, pasando, con el rigor de la
memoria, de un tiempo a otro. Y así, este observador meticuloso muestra demasiada
confianza en su estilo como gancho de atracción, de tal manera que el
impresionismo va quedando atrás, y ese punto de falta de imaginación del que
adolece nos lleva hasta un libro barroco, narcisista. Quien quiera entrar en su
juego, a quien le divierta, se le dará la bienvenida. Pero al que le cueste
soportar composiciones retóricas como “La pérdida, el dolor, los días sombríos
y las noches de insomnio, esas sorpresas tienden a no quedar registradas en la
placa fotográfica de la imaginación profética”, le desaconsejamos que hinque el
diente a este prisma de doscientas y pico páginas. Basta revisar un poco esa
frase para comprender que, tratándose de un ser melancólico, pérdida, dolor,
días sombríos e insomnio son la misma cosa. En este caso, un afán de rellenar
páginas que, por alguna razón que se me escapa, contribuyó a que los miembros
del jurado de Premio Man Booker optaran por esta novela como ganadora. Se
supone que ellos dieron con la clave sobre qué pretende la suma de huellas de
la memoria, de estupor declarado y nostalgia sin recato. Y es que Banville no
es Proust: el pasado platónico carece del peso del polvo retozando en el aire.
Cabe destacar, eso sí, la
intuición de la pregunta clave en la obra: “¿Dónde está la gente?” que jamás se
formula en voz alta. Ahora bien, si alguien es capaz de aguantar el monólogo de
un tipo capaz de reprocharle a su hija su ausencia durante la convalecencia de
la madre por encontrarse estudiando fuera del país, que abra esta novela. Los
demás, guardaremos una prudente distancia.
Fuente: Tribuna/Culturas
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