El camino del tabaco
Erskine
Caldwell
Traducción
de Horacio Vázquez Rial
Navona
Barcelona,
2019
234
páginas
La
sombra de los escritores del sur es demasiado extensa: prima la de Faulkner,
inevitablemente, pero siempre brota Flannery O’Connor. Uno con un control por
la autoridad de los personajes que descentra, que nos lleva de sorpresa en
sorpresa, de interior a interior, en un ejercicio de hipnosis que requiere
varias lecturas. La otra, sin embargo, con una capacidad de observación, de
puesta en escena de la condición humana que se debe beber en una distancia más
corta, en relatos deslumbrantes en los que la amable acidez se combina con la
ternura áspera. También están presentes, de alguna manera, en este libro los
escritores sociales, como John Steinbeck, aunque bien es posible que Erskine
Caldwell (Georgia, 1903 – Arizona, 1987) no halla leído ni una sola línea de
todos ellos para concebir una obra como El
camino del tabaco. La novela goza de independencia más que suficiente y es
el tipo de literatura que crea a sus antecesores, como los escritores a los que
nos hemos referido.
Cladwell
nos lleva al sur de su infancia y juventud, en el que observó que la miseria no
se limitaba al racismo, a pesar de lo cual, el episodio más terrible de la obra
tiene que ver con la condición animal que se otorga a un negro. Nos sumerge en
una familia sin brújula y con las raíces a modo de farsa. Va encadenando
sucesos tras sucesos, con un espíritu grotesco que sortea gracias a una
habilidad narrativa para salir fuera de la escena, para mostrarnos el cuadro
como si se pudiera ser objetivo. Pero es imposible no tomar partido, no sentirse
afectado por la estupidez humana. Y más aún cuando vamos desenvolviendo el misterio,
cuando vamos reconociendo que esa estupidez no es exclusiva de la clase social
baja, pero que algún vínculo existe entre la pobreza y la triste realidad. Los
detalles de humor, las caricaturas, son algo demasiado serio. Y no deja página que
no se vea afectada por ellos y ellas.
Sus
personajes hablan con intenciones de dialogar, pero sin diálogo. Cada uno tiene
ya su mente formada, unas ideas que no se mellarán ni por los sucesos ni por
otras razones. John Ford realizó una extraordinaria adaptación de esta novela.
A diferencia de la película, que fija las claves con firmeza, el tono burlón
nos deja más desasosegados o, para ser más sinceros, deja en aras del lector el
grado de comicidad que le atribuya al relato. Se trata de una obra dura, como
lo son las películas neorrealistas italianas. Pero también de una de esas obras
que intrigan. Uno no puede desengancharse de ella, porque no podemos dejarnos
de preguntar cuál es su grado de humanidad en cada frase, en casa paso que dan,
en cada comentario que brota de sus bocas como salen los charcos en el campo en
días de lluvia.
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