A cielo abierto
Pilar
Salamanca
El
Desvelo
Santander,
2018
200
páginas
El
hombre enfrentado a la suerte del vacío es, posiblemente, el gran tema de la
literatura desde finales del siglo XIX. El vacío es existencial, carencias de
afecto o incluso, como en Kafka, algo con resonancias de provocarlo el mismo
hombre. Es ese hombre solo quien protagoniza buena parte de las sensaciones que
transmiten, sobre todo, las novelas, ese hombre, o mujer, que mira al espacio
sin vida, como El caminante sobre el mar
de nubes, de Caspar David Friedrich. Frente a él no hay nada, porque por
mucho empeño que pongamos a la hora de hacer una elección de vida, o de
negárnosla, al frente no hay nada, hay un mar de nubes cuyo suelo, el que pisaremos,
nos es negado saber o, lo que es más terrible, hay oscuridad. Pero esto bien
puede considerarse un lujo burgués cuando resulta que sí existe gente que ha
visto ese vacío lleno, pero únicamente lleno de escombros. El resultado de un
bombardeo, como en Guernika, como en Dresde, como en Hiroshima, terminará con
toda suerte de existencialismo: los superviviente no podrán permitirse padecer
una enfermedad de la mente, ni siquiera una leve depresión.
Así
es como afronta el relato de su pasado la narradora de A cielo abierto, una superviviente de las matanzas en los
territorios ocupados de Palestina. Su infancia la marcaron los destrozos del
ejército colonizador británico, su vida adulta la parte agresiva de un sionismo
armado hasta los dientes. Para huir de ese vacío lleno de escombros, no cabe
sino la condena del exilio. Pilar Salamanca afronta esta novela denuncia sin
rencor, pero con una admiración por la delicada cultura oriental, por el mundo
extraño, que tiene algo de buen paternalismo: el de quien se pone del lado del
débil limitándose a reflejar su hermosura. El valor documental de la novela
viene acompañado del grito que no ha cesado desde hace ochenta años, y que
apenas nadie escucha o, de hacerlo, inmediatamente se vuelve hacia su propio
vacío existencial y, como el personaje del cuadro de Friedrich, se muestra de
espaldas. Esa es otra forma de neurosis, una voluntaria, una sin arreglo,
contra la que este libro es un clamor. Pero un clamor lírico, de un extraño
lirismo, pues se centra en el horror, en la destrucción de una pequeña familia,
de una tribu, de unas amistades. Es un libro que va narrando cómo se construye
una derrota, aunque la expresión resulte una paradoja.
La
narradora nos habla desde la maldición de la memoria, como si le resultara
imposible no ya conocer el futuro, sino afrontar el presente. La obra toma como
referentes los años de construcción del estado de Israel, en la década de los
cuarenta, y los años de expansión de la nación sionista, en los sesenta. Y haba
sobre el efecto a través de lo que la narradora da en calificar como Biografía
de la amargura. Uno se va preguntando si es posible el perdón, pues no hay
malvados con rostro, solo buenas personas con las vidas cercenadas por los
escombros que van cayendo. Uno se pregunta si los protagonistas saben dónde se
encuentran, si sus voces no se dirigen directamente al vacío que va quedando
tapado de escombros. Uno se pregunta si es mejor ignorar o saber, si el gran
conflicto no nos está ocultando las pequeñas tragedias. Uno llega a saber que
la historia, la de verdad, la que pesa sobre las conciencias, no es un dictado
al estilo de los libros de texto y las enciclopedias; pues la verdadera
historia es la de esta protagonista, que sufre toda suerte de represiones: es
colonizada, es mujer, es niña. Y de lo que nos habla, en forma puramente
narrativa no es tanto de la rabia, pese a presenciar matanzas, como del miedo y
de ese otro sentimiento que tanto se parece al miedo y que conocemos como
tristeza.
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