Después de la nieve
‘Después de la nieve’ es el nuevo libro de Ricardo Martínez Llorca, finalista del Premio Desnivel 2015. Literatura –en mayúsculas– de montaña. Pero aunque en sus páginas aparezcan nombres como Catherine Destivelle, John Bachar o los hermanos Pou, no es necesario ser montañero para leerlo.
29 de febrero de 2016
Admiro sin disimulo a quienes cuentan algo haciendo con ello literatura, poniendo en la tarea todo el esfuerzo necesario para escribir bien, buscando la belleza que acompaña a algunas palabras y huyendo en cada línea de la forma, plana y aburrida, en la que se redactan los telegramas, aunque a veces contengan noticias capaces de cambiar una vida.
La primera idea que me ha venido a la cabeza nada más terminar la novela, ha sido que acababa de alcanzar el punto y final de uno de esos libros en los que la forma vence abrumadoramente al fondo e inunda de belleza cada rincón de la narración. Inmediatamente, he recordado aquello que dijo Banville: “El estilo es el rey y camina dando triunfales zancadas. La trama es soldado raso y le sigue detrás arrastrando los pies”. Pero, al momento, he reparado en que esta primera apreciación –aun siendo bien cierta– no era del todo verdad. No era ni tan siquiera suficiente, y voy a intentar explicarlo. Como me ocurre cada vez que leo una novela de montaña, me he encontrado muy cómodo conforme me topaba con nombres de hombres, o de lugares, que para mí significan mucho y también –al igual que me sucede cada vez que leo algo de este género, si es que existe como tal– me he preguntado qué podría hacer yo, qué estaría en mis manos, para convencer a un buen lector de que no es necesario ser montañero para leerlos. Me gustaría saber explicarles que, aunque entre sus páginas aparezcan Catherine Destivelle o los hermanos Pou, la aguja Dibona, los paredones de Yosemite o John Bachar, si miramos con detenimiento al fondo, no es de ellos de quienes trata la novela, sino de personajes tan de carne y hueso, tan cercanos y humanos, como los que encontramos recorriendo las páginas de Dostoievski. Prostitutas y africanos sin papeles varados en los aledaños de la ciudad y prisioneros de ella sin remedio. Personas que, aunque parezcan caminar, en realidad sólo pueden –como dice Ricardo Martinez Llorca– nadar entre la estopa, y a eso están condenados.Y de entre todos ellos, sobresaliendo entre mendigos y dueños de bares sórdidos, encontramos a Carlos, un apasionado de la escalada en solitario, un amante de la intensidad de la vida, que cuando no escala inventa juegos arriesgados frente al tren y que, cuando se detiene, lo hace para leer a Conrad.
Y lo cierto, es que a mí siempre me han gustado los personajes que se sienten culpables aunque no sepan de qué, los que creen que tener conciencia es un infierno. Esos mismos que, a la luz escasa de una lámpara frontal, recogen las páginas de Lord Jim que un tren, tras arrollar a un amigo, ha dejado desperdigadas entre las vías de una estación de mala muerte, perdida en cualquier parte. Y cuando encontramos un libro así, qué importan las montañas si es una radiografía de la vida lo que tenemos delante.
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