El artista más grande del
mundo
Juan
José Becerra
Candaya
Barcelona,
2018
257
páginas
Que
“la realidad del mundo concreto no vale más que una ficción” es una expresión,
al dictado del narrador, que, a su vez, reproduce el pensamiento del artista
sobre el que versa esta novela, que se atañe a eso de reunir vida y teatro en
un mismo escenario. La vida es una farsa, o una fantasía, a la que uno está
invitado a subirse. Lo que ocurre es que existen personas con otras inquietudes,
gente que entiende que debe haber otras formas de pureza sobre este mundo que
hemos creado. Y esa pureza se refiere, claro está, a los vínculos entre
personas. De ahí que la novela se ubique en los espacios del arte, la escultura
o, para ser más exactos, el arte de una idea escenográfica, y el de la
literatura, a ser posible oral, sin los artificios que permite el tiempo que
uno tarda en trasladar las ideas al papel. O el relato al papel.
El
artista más grande del mundo es un argentino afincado en la comarca del
Penedés, que recibe millones de dólares por tener la idea de contratar a Usain
Bolt para que pose sin moverse. O capaz de meter a un par de tiburones en una
piscina y durante la noche arrojar corderos vivos para que se los coman. Ya no
existe ninguna forma de epatar, pues el arte contemporáneo se ha metido hace
tiempo en un callejón sin salida y se dedica a darse de cabezazos contra los
muros. De ahí que todo se reduzca a tener una idea, escenográfica, pero que sea
divergente. De ahí que Juan José Becerra cree a un personaje egomaníaco,
exagerado, maniqueísta, sexópata y estrafalario, pero posible. Entre otras
cosas, posible porque el mercado, también el del arte, se ha vuelto imbécil.
Eso sí, desde las primera páginas, Becerra nos coloca en un sitio desde el que
podemos asistir a la lectura sin mitos: lo primero que hace, a través de su
narrador, es derribar las leyendas sobre la escritura y los literatos.
La
obsesión del artista por derribar lugares comunes, cuando se dedica comúnmente a
recaudar mucho dinero, contrasta con la del narrador, que pretende utilizar el
lenguaje más universal posible para relatar parte de la vida de un tipo sádico,
al que critica, sí, pero sin desprecio. Se alaba su ingenio y no se menciona
que sus obras carecen de función, a no ser que aprovecharse de un mercado que
apuesta por lo extravagante sea una función en sí misma. Mientras esta parte se
va desarrollando en relato, a caballo entre Buenos Aires y el Penedés,
siguiendo la corriente a un tipo al que no le detendrá ninguna fuerza de este
mundo, a no ser la muerte, Becerra reflexiona aquí y allá sobre la situación actual
de la literatura. En una época en la que apenas quedan lectores, la literatura
se expresará, más bien, en las palabras dichas, de aspecto también efímero.
Quedan, pues, las funciones de la memoria, que son la materia sobre las que
trabajará nuestro presente y sobre las que se cimentará el destino, si es que
tal cosa existe, si es que los recuerdos se pueden separar de “el futuro que no
es el tiempo del destino, ni el de la casualidad, ni el de lo inesperado sino
que es algo que se hace hoy y se prueba mañana”.
Esta
novela trata, en realidad, sobre las distintas versiones del amor: la amistad,
el platonismo, la creación, el ficticio y el sexual. Para ello Becerra crea a
uno de esos personajes que impactan, como impactan, por ejemplo, muchos de los
que han ideado los hermanos Cohen para el cine. Un personaje que, nos advierte,
ha devorado por completo a la persona sobre la que se gestó. Un peligro que
corremos todos, si es que este mundo sigue existiendo en su versión actual, que
es puro teatro.
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