Todos los días, Philip Hoare (Reino Unido, 1958) se levanta temprano para ir a nadar al mar de la costa sur de Inglaterra. Ni siquiera ha amanecido cuando se sumerge en el agua –si no está muy fría, completamente desnudo– para mecerse entre las olas y la diversa fauna marina que encuentra. Él sabe que, en ocasiones, es un riesgo, “pero también una forma de decirle al mundo: hago lo que me da la gana. Es una manera de subversión”, afirma este escritor y periodista que lleva en su interior la sangre de la rebeldía punk. En los ochenta formó parte de este movimiento, editó varios fanzines, fue manager de algunos grupos y diseñó algunas cubiertas de discos. “Ahora cuando voy a nadar tengo la sensación de que me cruzo con mi yo de cuando volvía a casa después de una noche de juerga”, comenta divertido. Cuando estuvo en Madrid hace unos días también encontró agua: se escapó a primera hora a nadar al lago del parque del Retiro.
La pasión que Hoare siente por el mar le ha llevado a escribir los libros Leviatán o la ballena, El mar interior y El alma del mar (los tres en Ático de los Libros), que han obtenido muy buenas críticas en Reino Unido. Los tres ensayos tienen como protagonistas a las ballenas, todo tipo de peces, aves marinas, pero también la vida de otros artistas que se dejaron atrapar por los misterios del océano. En todos ellos palpitan las figuras de Herman Melville, “mi Dios”, y Moby Dick, “mi Biblia”, confiesa. Sin embargo, es en el último, El alma del mar, donde mayor presencia cobran escritores, artistas, músicos y bon vivants que encontraron poesía en el mar. Y también, amar el mar fue para ellos un gesto de desobediencia e indocilidad.
Thoreau, Lord Byron, Percy Shelley, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Stanley Kubrick, David Bowie o Stephen Tennant deambulan por las páginas de este libro mientras Hoare va describiendo sus propias experiencias en el agua y en las costas. El escritor se ha sumergido en la vida y obra de todos ellos para descubrir cómo era su relación con el mar. “Me fascinó por ejemplo que Woolf decía en sus diarios que todo lo que había escrito estaba relacionado con una especie de aleta que está flotando en el mar. Y leyó Moby Dick hasta tres veces. Shelley también murió en el agua. Ahogarse es casi como no morir: una transición porque el cuerpo se conserva y es como una vuelta al líquido amniótico y al primordial de donde surgió la vida”, sostiene Hoare.
Otro vínculo entre ellos es la subversión. De Byron, el escritor recalca que “era un rebelde en su época, bisexual o gay, no estaba a gusto en la tierra ni ante el orden establecido. Prefería el mar. Además, tenía los pies deformes y estaba más a gusto nadando que andando”. Sobre Woolf recuerda que, además de las fricciones vitales que le supuso su relación con Vita Shackeville-West, ella misma encontró su propia salida de la vida introduciéndose en un río. “Y su literatura también es difícil, subversiva”, apostilla. Para él, todos estos personajes “tenían problemas con el marco cotidiano común y en el mar encontraron cierta libertad. Esa desobediencia al orden establecido es la que me daba a mí la música punk. Se trataba de contradecir las reglas y era la respuesta al entorno irrespirable de los años setenta”, añade Hoare, quien también sabe lo que es la homofobia tras salir del armario en su juventud.
Además de los artistas, en El alma del mar están presentes sus adoradas ballenas –su obsesión le ha llevado a visitar pueblos balleneros como si fuera un nuevo capitán Ahab– ni las gaviotas, cuervos o todo animal que siempre esté cerca de los océanos. Hoare tiene una enorme capacidad para describir con pasión pero sin emotividad superflua cómo una ballena queda varada en una playa y, después de varios días en los que aparecen científicos para analizarla e intentar que se mantenga con vida y vuelva al mar, muere.
“Corría el invierno de 1959 (…) Grabaron su corazón latiendo a veinticinco pulsaciones por minuto, un tercio del ritmo de un humano, una de las razones por las cuales los rorcuales alcanzan los ciento cuarenta años, y quizá, algunos más.
Pero no esta ballena. En algún momento de la tarde, tras el fracaso de otros intentos de devolverla al mar y después de haber entregado los datos que la ciencia necesitaba, su corazón se detuvo y se durmió por última vez sobre la arena.”
Mueren muchos animales en sus libros. No solo las ballenas que quedan varadas, también pájaros a los que les ha sorprendido una tormenta, se han ahogado y han aparecido cadáveres ya en la playa. O delfines que, heridos, ofrecen su último aliento en la arena. Es el ciclo de mar y la mirada de Hoare está en las antípodas de cualquier película de Disney.
“Los animales del mar son extraños porque están un ambiente distinto al nuestro. Y hasta cierto punto es como si vivieran en el espacio exterior porque no lo conocemos. Pero es eso lo que nos provoca atracción y repulsión. Sucede lo mismo con las mareas. En cierto modo, el mar es un espacio vivo y es ese rechazo y fascinación lo que nos conecta con él”, relata.
Existe una última conexión entre Hoare y el mar que tiene mucho que ver con su identidad británica. La historia de Gran Bretaña no sería la misma si no fuera una isla. Sus ansias de expansión, su comercio, su fortaleza como Imperio están anclados a sus barcos prácticamente desde la Edad Media. “Desde luego, Gran Bretaña está definida por el mar psicológica, cultura y políticamente. No podemos escaparnos”, reconoce. Y de ahí que esté enfadado con la decisión del Brexit. “Es estúpido porque nos transmite la idea de que estamos libres de ataduras, cuando en realidad, al ser una isla dependemos de que todo se nos traiga. Dependemos del mar”, insiste.
Por ese motivo, Hoare no va a dejar de escribir sobre su pasión por las profundidades marítimas. Su próximo libro abordará la historia de cómo Alberto Durero quiso pintar a una ballena varada en una playa de los Países Bajos en 1521. Se trata, al fin y al cabo, de romper con la desconexión que muchas veces tenemos con el mar. “Es lo que Melville llamaba la piel del océano que no podemos atravesar. Muchas veces viajamos por encima y ni lo vemos. O estamos con nuestro gin tonic y no le hacemos ni caso. En el fondo, esa piel del océano era lo lo protegía y lo mantenía puro, pero el ser humano la ha atravesado y lo ha explotado volcando allí sus plásticos, etc. Por eso, Moby Dick vuelve a emerger y nos confronta con esta total desconexión que tenemos entre nosotros y el mar”, finaliza.
Paula Corroto, Letras Libres
La pasión que Hoare siente por el mar le ha llevado a escribir los libros Leviatán o la ballena, El mar interior y El alma del mar (los tres en Ático de los Libros), que han obtenido muy buenas críticas en Reino Unido. Los tres ensayos tienen como protagonistas a las ballenas, todo tipo de peces, aves marinas, pero también la vida de otros artistas que se dejaron atrapar por los misterios del océano. En todos ellos palpitan las figuras de Herman Melville, “mi Dios”, y Moby Dick, “mi Biblia”, confiesa. Sin embargo, es en el último, El alma del mar, donde mayor presencia cobran escritores, artistas, músicos y bon vivants que encontraron poesía en el mar. Y también, amar el mar fue para ellos un gesto de desobediencia e indocilidad.
Thoreau, Lord Byron, Percy Shelley, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Stanley Kubrick, David Bowie o Stephen Tennant deambulan por las páginas de este libro mientras Hoare va describiendo sus propias experiencias en el agua y en las costas. El escritor se ha sumergido en la vida y obra de todos ellos para descubrir cómo era su relación con el mar. “Me fascinó por ejemplo que Woolf decía en sus diarios que todo lo que había escrito estaba relacionado con una especie de aleta que está flotando en el mar. Y leyó Moby Dick hasta tres veces. Shelley también murió en el agua. Ahogarse es casi como no morir: una transición porque el cuerpo se conserva y es como una vuelta al líquido amniótico y al primordial de donde surgió la vida”, sostiene Hoare.
Otro vínculo entre ellos es la subversión. De Byron, el escritor recalca que “era un rebelde en su época, bisexual o gay, no estaba a gusto en la tierra ni ante el orden establecido. Prefería el mar. Además, tenía los pies deformes y estaba más a gusto nadando que andando”. Sobre Woolf recuerda que, además de las fricciones vitales que le supuso su relación con Vita Shackeville-West, ella misma encontró su propia salida de la vida introduciéndose en un río. “Y su literatura también es difícil, subversiva”, apostilla. Para él, todos estos personajes “tenían problemas con el marco cotidiano común y en el mar encontraron cierta libertad. Esa desobediencia al orden establecido es la que me daba a mí la música punk. Se trataba de contradecir las reglas y era la respuesta al entorno irrespirable de los años setenta”, añade Hoare, quien también sabe lo que es la homofobia tras salir del armario en su juventud.
Además de los artistas, en El alma del mar están presentes sus adoradas ballenas –su obsesión le ha llevado a visitar pueblos balleneros como si fuera un nuevo capitán Ahab– ni las gaviotas, cuervos o todo animal que siempre esté cerca de los océanos. Hoare tiene una enorme capacidad para describir con pasión pero sin emotividad superflua cómo una ballena queda varada en una playa y, después de varios días en los que aparecen científicos para analizarla e intentar que se mantenga con vida y vuelva al mar, muere.
“Corría el invierno de 1959 (…) Grabaron su corazón latiendo a veinticinco pulsaciones por minuto, un tercio del ritmo de un humano, una de las razones por las cuales los rorcuales alcanzan los ciento cuarenta años, y quizá, algunos más.
Pero no esta ballena. En algún momento de la tarde, tras el fracaso de otros intentos de devolverla al mar y después de haber entregado los datos que la ciencia necesitaba, su corazón se detuvo y se durmió por última vez sobre la arena.”
Mueren muchos animales en sus libros. No solo las ballenas que quedan varadas, también pájaros a los que les ha sorprendido una tormenta, se han ahogado y han aparecido cadáveres ya en la playa. O delfines que, heridos, ofrecen su último aliento en la arena. Es el ciclo de mar y la mirada de Hoare está en las antípodas de cualquier película de Disney.
“Los animales del mar son extraños porque están un ambiente distinto al nuestro. Y hasta cierto punto es como si vivieran en el espacio exterior porque no lo conocemos. Pero es eso lo que nos provoca atracción y repulsión. Sucede lo mismo con las mareas. En cierto modo, el mar es un espacio vivo y es ese rechazo y fascinación lo que nos conecta con él”, relata.
Existe una última conexión entre Hoare y el mar que tiene mucho que ver con su identidad británica. La historia de Gran Bretaña no sería la misma si no fuera una isla. Sus ansias de expansión, su comercio, su fortaleza como Imperio están anclados a sus barcos prácticamente desde la Edad Media. “Desde luego, Gran Bretaña está definida por el mar psicológica, cultura y políticamente. No podemos escaparnos”, reconoce. Y de ahí que esté enfadado con la decisión del Brexit. “Es estúpido porque nos transmite la idea de que estamos libres de ataduras, cuando en realidad, al ser una isla dependemos de que todo se nos traiga. Dependemos del mar”, insiste.
Por ese motivo, Hoare no va a dejar de escribir sobre su pasión por las profundidades marítimas. Su próximo libro abordará la historia de cómo Alberto Durero quiso pintar a una ballena varada en una playa de los Países Bajos en 1521. Se trata, al fin y al cabo, de romper con la desconexión que muchas veces tenemos con el mar. “Es lo que Melville llamaba la piel del océano que no podemos atravesar. Muchas veces viajamos por encima y ni lo vemos. O estamos con nuestro gin tonic y no le hacemos ni caso. En el fondo, esa piel del océano era lo lo protegía y lo mantenía puro, pero el ser humano la ha atravesado y lo ha explotado volcando allí sus plásticos, etc. Por eso, Moby Dick vuelve a emerger y nos confronta con esta total desconexión que tenemos entre nosotros y el mar”, finaliza.
Paula Corroto, Letras Libres
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