sábado, 4 de noviembre de 2017

AQUELLA TARDE DORADA

Aquella tarde dorada
Peter Cameron
Traducción de Araceli Arola
Libros del Asteroide
Barcelona, 2015
405 páginas
21,95 euros

Las mudanzas del destino



Como sugiere uno de los personajes de la novela, en uno de los escasos momentos de flujo de conciencia, brevísimo, de apenas línea y media, que son los que se permite Peter Cameron (Nueva Jersey – 1959), toda esta gente necesita mucha terapia. Para que tanta lectura de cerebros descompensados resulte creíble, Cameron recurre al lugar aislado en el infinito. Alejadas por kilómetros de senderos, los personajes habitan en un antiguo molino o en un caserón enorme, rodeados de extensas fincas y bosques, sin ninguna otra presencia humana hasta mucho más allá del horizonte. El país elegido es uno de esos en los que apenas se registran entradas de turistas, Uruguay, pero cuya gran parte del territorio lo ocupa la interminable e inmutable pampa. La novela es una reunión de personajes en torno a una ausencia, la de un escritor maldito, superviviente del holocausto, alguien que únicamente publicó una novela en vida, ambientada en Venecia, y terminó desesperándose al verse incapaz de reproducirse a sí mismo. En el molino habita el anciano hermano del escritor, un homosexual que pretende ganar dinero con el contrabando de arte, junto a su amante, un joven tailandés que ejerció la prostitución infantil para no morir de hambre. Los personajes que viven en la desarticulada mansión subsisten bajo una inexplicable convivencia para la que se nos exige un acto de fe que la ubica en la región de los lazos del quinto círculo del infierno. La madura esposa del escritor apenas abandona las habitaciones de la parte superior, donde se dedica a la pintura sabiendo que sus capacidades creativas son nulas; en la planta baja, donde sucede la vida más cotidiana, encontramos a la última mujer que amó el escritor junto a la hija que tuvo con él.
A este sitio llega Omar, un profesor de universidad, de origen iraní, cuya beca depende de conseguir el permiso de la familia para escribir una biografía del  escritor. Y este acontecimiento es la piedra que cae al estanque para que se despeñen por las laderas de los afectos las relaciones y afinidades de los protagonistas. Lo simbólico que conlleva cada uno de los personajes, apenas mencionado a lo largo de la obra, unido al exilio voluntario, da mayor empaque al desarrollo de la misma. De ahí que Cameron recurra a los diálogos, porque se trata de una novela cuyo atractivo, que es arrollador, radica en el desarrollo de la obra y este está condicionado por los cambios que van sucediendo en los personajes. El narrador puede ser omnisciente, pero interviene poco; se trata de uno de esos narradores que en lugar de presumir de conocer los movimientos sentimentales y las circunstancias que condicionan, prefiere limitarse a ser espejo. Es escueto y Cameron consigue, con mucho oficio, que esa concisión cobre potencia.
Así pues, la mayor parte de la obra se centra en diálogos, con sus ramificaciones, pero cuyo cimiento es la persuasión que sin querer ejerce el protagonista para convencer a los albaceas de que le permitan escribir la biografía. Los personajes dialogan sin titubeos,  sin errores gramaticales, sin repetir palabras, pero sin que se perciba la artificialidad del recurso. La impresión de naturalidad que consigue transforma la historia en verosímil. Apenas se detienen los diálogos, aquí y allá, para añadir alguna frase sin contenido, expresada para ganar tiempo, y refrescando la percepción del lector de forma necesaria. No se trata de que debamos reposar porque nos sature el ingenio subido de los diálogos, sino de que debemos ir reconociendo lo significativo que subyace en ellos. Los personajes son unos seres que al comienzo de la novela dan por supuesto que saben de sí mismos todo lo que necesitan saber, y que saben de los demás todo lo que necesitan para coexistir con cordialidad. Pero a lo largo de la novela, a lo largo de los diálogos que le otorgan el beneplácito a la obra de comulgar con el teatro, esa representación de la realidad, las afinidades afectivas se despiertan y van regresando a ser quienes fueron. Los sentimientos dormían el sueño de los justos, pero no es justo que sigan durmiendo en ese engaño. En el sueño todo fue dulce, pero ahora es el momento de rozar cuerpos, de hacer sonar la música que llevan dentro esté o no desafinada.
De ahí que esta historia no se pudiera narrar de otra manera: la confrontación de voces, en la que Cameron evita caer en el ingenio desmedido o la agresividad, permitiendo que la novela transcurra con la tensión exacta de la cuerda de una guitarra, es imprescindible. La diferenciación no radica tanto en una distinción inequívoca de voces, como en una divergencia de lógicas expresadas a través de las voces. Tal vez supieran todo lo que quisieran saber sobre ellos para vivir con un superficial sustrato de felicidad, pero ignoran todo sobre quien acaba de llegar. Y así cada uno va aprendiendo algo nuevo de una forma diferente, que les va separando de los demás. Tras cada diálogo, las relaciones se han modificado. Si no avanza la acción, al menos sí lo hace la conciencia del personaje. La destreza y el oficio de Cameron le permiten ir desgranando de manera no cronológica, con breves incisos, las historias de cada uno de ellos. Hasta componer una novela que conmueve por igual en cada una de las páginas, una novela sobre esa mitad de nuestras vidas de las que el destino nos permite ser albaceas.


Fuente: Revista de letras

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