lunes, 4 de enero de 2021

ALTIPLANO

 

Altiplano. Tumbos y tropiezos

Alain-Paul Mallard

Minúscula

Barcelona, 2020

117 páginas

 



Hay algo de confesión de intenciones en ese comentario de Alain-Paul Mallard (Ciudad de México, 1970) acerca de la obra fotográfica de una compañera de ruta:

“Como se lanza en sus expediciones sin mayor equipo de producción o apoyo logístico, las fotografías de Scarlett se resuelven con materiales locales y solicitan la asistencia de los habitantes del lugar, su anuencia y complicidad. Cada imagen es fruto de una serie de tribulaciones, encuentros, desencuentros y negociaciones que, en el aséptico espacio del museo, el inocente espectador lejos, muy lejos, está de sospechar…”

Con Scarlett comparte pasos en este recorrido por el Altiplano de Bolivia, en estas acuarelas que componen el volumen Altiplano. Tumbos y tropiezos. Están en Uyuni y recorrerán el salar. Junto a ellos viaja una artista holandesa con intenciones de crear una obra de Land-Art en uno de los rincones más especiales del planeta. De los cuadros que nos presenta Mallard, este será el más extenso y reflejará unas impresiones que nos seducen, mucho, y nos llevan a la serenidad de un viaje que es más contemplación que aventura. En ese sentido, el texto es una demostración de que la vida de acción o es más intensa que la vida de contemplación, pero también una afirmación que sostiene que es innecesario separar ambas. Mallard no profundiza en los personajes que le salen al camino, sino que elige enfrentarse a las imágenes, a los sonidos, a lo que formará el recuerdo. Estamos ante un texto que nos habla sobre cómo se va construyendo lo que será la memoria.

En alguna ocasión recuerda el paso por el cerro de Potosí, en contraste con el salar: del negro al blanco, de la oscuridad a la luz, de la suciedad a la limpieza, de la claustrofobia al aire libre. El itinerario atraviesa aire y la lectura resulta fluida, llena de unos recursos que son tan artificiales como los que delata en las fotografías de Scarlett, pero que, al igual que éstas, son os antojan puramente naturales, dictados sin tropiezos, escritos con una facilidad inusitada, ese tipo de facilidad que puede estar requiriendo de mucho trabajo y muchas correcciones. Y, mientras tanto, no abandona la táctica del contraste: visitará Oruro y se detendrá en dos lugares, una mina de oro y un zoo donde contempla a un cóndor. No poder acariciar ni el oro ni las plumas le privará de la amargura que le iguala a los mineros y del anhelo salvaje que nos lleva hasta la versión más cruda de la materia de la que estamos hechos.

Mallard visita la mansión de un millonario, de alguien que hizo su fortuna con la explotación del estaño (de nuevo el reino mineral como protagonista de un país tan hermoso como duro). No consigue encontrarse con él, pero durante la visita le llama la atención una caja de música descomunal, una expresión de lujo bastante hortera. Este cuadro contrastará con el último, el más social, en el que nos relata su encuentro con un anciano mendigo. Aquí sí, aquí se impone la persona y no las pertenencias, aquí se impone la compasión. De hecho, el rechazo que sintiera por la caja de música -un invento burgués e importado- es sustituido por la atracción por el viejo poncho, que representa a los Andes y será, pues, otra pieza que nos ayudará a hacer memoria.

Las preguntas que surgen para razonar el viaje seguirán en parte vigentes: ¿por qué viajamos? No tiene solución en estos textos serenos. ¿Para qué viajamos? Sí. O al menos en buena parte: viajamos para construirnos una memoria que merezca la pena.


Fuente: La línea del horizonte

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