viernes, 22 de enero de 2021

DIARIO DE VIAJE DE UN FILÓSOFO

 

Diario de viaje de un filósofo

Hermann Keyserling

Traducción de Manuel G. Morente

Hermida editores

Madrid, 2021

842 páginas

 


Que sea el bodhisattva y no los sabios quien encarne la mejor versión de la condición humana, es la conclusión a la que llega Hermann Keyserling (Livonio, Estonia, 1880 – Innsbruck, 1955) tras un recorrido alrededor del globo. Keyserling observa con intenciones de interpretar, y su reflexión es tan introspectiva como diletante. Siempre mira hacia el alma y siempre le preocupa cómo se comparte el alma. De ahí que encumbre al bodhisattva, al camino que emprendió Buda, a quien se encuentra sobre la ruta, porque, como explica: “juró no entrar en el nirvana mientras sobre la tierra siguiera penando un alma sujeta aún a los vínculos terrenales. Y lo comparo con el sabio que, indiferente al mundo, aspira tan sólo al conocimiento de Dios”. Esta forma de viajar, en la que está tan presente el hábito del pensamiento y el sentimiento occidental y se coteja con el oriental, impera a lo largo de esta obra descomunal y eterna, en la que se impone un término por encima de todos los que a uno se le vierten en la cabeza durante la lectura, y esta palabra es armonía. Keyserling piensa que la armonía es el fin de nuestro paso por la existencia, algo así como el sentido de la felicidad, y que esta existencia está atada a los demás. Y considera que si alguna cara de los poliedros de las religiones es una cara positiva, es la que aporta suelo a la ruta hacia la armonía. Así pues, viaja para comprender el sentido de las verdades que descubre el islam, el budismo, el hinduismo, el taoísmo, el confucionismo, pero también el cristianismo, tanto el católico como el protestante, que es la fuente de la que bebió en la infancia.

Keyserling parte de Europa y recorre la India, China, Japón y Estados Unidos en un recorrido sin describir medios de locomoción, excepto las transiciones en barco, pero atendiendo a lo sublime al tiempo que muestra lo que le perturba, que serán las emociones que darán pie al pensamiento. El occidente del que parte es demasiado científico y predispuesto a las catalogaciones. Por lo que o eres un espíritu muy abierto, y reconocerlo atentaría contra la humildad, o eres tan crítico con el origen como con el destino. “Dejo entrar libremente en mi ánimo todas las narraciones”, asegura este lector apasionado, un hombre que destaca por lo sensitivo, que se inclina ante lo profundo y lo expresivo, ante lo artístico y ante los regalos de la naturaleza. Sus diarios carecen de fecha, pero no de centros de interés, que pueden ser cuadros o reacciones, que darán lugar a consideraciones en las que la estética es una virtud moral, el alma se reconoce por la expresión. Y así nos presenta un texto que refleja búsqueda, anhelos, el deseo del trópico y el deseo de ser mejor persona, poesía y felicidad; es un texto para la metamorfosis, en el que uno no deja de ser el recipiente en el que el pensamiento sucede. Y un texto de alguien que no cesa de enamorarse de los lugares que, por sus características, van imponiendo uno u otro orden religioso, todos ellos dignos, todos ellos incompletos. Pues ninguna de las religiones consigue atender a la vez al interior y al ser social, parece indicar mientras las va comparando en un análisis de alto octanaje filosófico.

Estamos frente a un especialista en historia comparada de las religiones que encuentra santuarios en los templos, sí, y en los libros sagrados, pero también en los jardines y en los juegos populares. El mundo va cambiando a medida que lo puebla con sus pasos y así se amplía el mundo de lo posible. Nacen, con frecuencia, sus debilidades filosóficas y se enfrasca en digresiones que buscan abstraer conceptos a partir de las visiones concretas. Por momentos es deslumbrante en este ámbito, aunque en ocasiones pueda resultar un poco, muy poco, repetitivo. No importa, pues lo que uno destila de la obra es demasiado contundente: con qué está reñido y con qué marida lo racional, esa forma de estar en el planeta occidental que debería rendirse ante las aportaciones de la cultura oriental, al menos ante las más humanas, las que llevan por la senda de Buda, por ejemplo.

“Si los chinos poseen una cultura moral tan fabulosa es porque no se rompen la cabeza sobre los problemas morales, pero, en cambio, dejan que se apoderen de su alma por completo los principios confucianos que, desde luego, expresan verdades eternas. Este método produce, sin duda, personas poco interesantes, pero aptas para el trabajo”.

La cita muestra la bipolaridad admirativa que carga en la mirada nuestro filósofo: la vida debería estar organiza bajo un sentido sublime. Sometido a una suerte de extrañeza social que no descansa, Keyserling indaga en los modos de convivencia y se entrega a la cortesía. Viaja identificándose, es decir, viaja intentando vivir dentro de los sentimientos de los demás. E incluso rescata las buenas aportaciones de occidente cuando, al final del libro, recorre Estados Unidos, el país que va destilando lo mejor y lo peor de una Europa que ya parece cansada, un lugar muy enérgico donde conviven la frescura y la inmadurez: “lo que verdadera y seriamente me interesa es la posibilidad del mundo, no su existencia ni su naturaleza”, comenta al principio de un diario que derrocha sensatez y su hermana gemela, la sinceridad.


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