Diario de viaje de un
filósofo
Hermann Keyserling
Traducción de Manuel G.
Morente
Hermida editores
Madrid, 2021
842 páginas
Keyserling parte de
Europa y recorre la India, China, Japón y Estados Unidos en un recorrido sin
describir medios de locomoción, excepto las transiciones en barco, pero
atendiendo a lo sublime al tiempo que muestra lo que le perturba, que serán las
emociones que darán pie al pensamiento. El occidente del que parte es demasiado
científico y predispuesto a las catalogaciones. Por lo que o eres un espíritu
muy abierto, y reconocerlo atentaría contra la humildad, o eres tan crítico con
el origen como con el destino. “Dejo entrar libremente en mi ánimo todas las narraciones”,
asegura este lector apasionado, un hombre que destaca por lo sensitivo, que se
inclina ante lo profundo y lo expresivo, ante lo artístico y ante los regalos
de la naturaleza. Sus diarios carecen de fecha, pero no de centros de interés, que
pueden ser cuadros o reacciones, que darán lugar a consideraciones en las que
la estética es una virtud moral, el alma se reconoce por la expresión. Y así
nos presenta un texto que refleja búsqueda, anhelos, el deseo del trópico y el
deseo de ser mejor persona, poesía y felicidad; es un texto para la
metamorfosis, en el que uno no deja de ser el recipiente en el que el
pensamiento sucede. Y un texto de alguien que no cesa de enamorarse de los
lugares que, por sus características, van imponiendo uno u otro orden religioso,
todos ellos dignos, todos ellos incompletos. Pues ninguna de las religiones
consigue atender a la vez al interior y al ser social, parece indicar mientras las
va comparando en un análisis de alto octanaje filosófico.
Estamos frente a un
especialista en historia comparada de las religiones que encuentra santuarios en
los templos, sí, y en los libros sagrados, pero también en los jardines y en
los juegos populares. El mundo va cambiando a medida que lo puebla con sus
pasos y así se amplía el mundo de lo posible. Nacen, con frecuencia, sus
debilidades filosóficas y se enfrasca en digresiones que buscan abstraer conceptos
a partir de las visiones concretas. Por momentos es deslumbrante en este
ámbito, aunque en ocasiones pueda resultar un poco, muy poco, repetitivo. No
importa, pues lo que uno destila de la obra es demasiado contundente: con qué
está reñido y con qué marida lo racional, esa forma de estar en el planeta
occidental que debería rendirse ante las aportaciones de la cultura oriental,
al menos ante las más humanas, las que llevan por la senda de Buda, por
ejemplo.
“Si los chinos poseen una cultura moral tan fabulosa es porque no se rompen la cabeza sobre los problemas morales, pero, en cambio, dejan que se apoderen de su alma por completo los principios confucianos que, desde luego, expresan verdades eternas. Este método produce, sin duda, personas poco interesantes, pero aptas para el trabajo”.
La cita muestra la bipolaridad
admirativa que carga en la mirada nuestro filósofo: la vida debería estar
organiza bajo un sentido sublime. Sometido a una suerte de extrañeza social que
no descansa, Keyserling indaga en los modos de convivencia y se entrega a la
cortesía. Viaja identificándose, es decir, viaja intentando vivir dentro de los
sentimientos de los demás. E incluso rescata las buenas aportaciones de occidente
cuando, al final del libro, recorre Estados Unidos, el país que va destilando
lo mejor y lo peor de una Europa que ya parece cansada, un lugar muy enérgico
donde conviven la frescura y la inmadurez: “lo que verdadera y seriamente me
interesa es la posibilidad del mundo, no su existencia ni su naturaleza”, comenta
al principio de un diario que derrocha sensatez y su hermana gemela, la
sinceridad.
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