Viajeros
De Jonathan Swift a Alan Hollinghurst
(1726 – 2017)
Marta Salís, ed.
Traducción de AA.VV.
Alba
Barcelona, 2020
892 páginas
Y, sin embargo, ambos suponen,
casi siempre, descanso. Y decimos casi siempre porque en el libro no se olvidan
del viaje del exiliado, que es alguien a quien se le niega el derecho a la
nostalgia, o el del preso que se fuga, que jamás dejará de mirar hacia su
espalda y hacia su pasado. Es por eso que en el viaje de ficción, también en el
de estos casos extremos, nos hallamos frente al deseo, al deseo de descanso que
será, a la postre, el que se imponga en cada voluntad. Hasta la aventura
terminará por ser un anhelo de hallar reposo, pues la fatiga la produce lo que
conocemos como vida real, esa de la que escapamos durante la lectura o durante
el viaje, la que acosa por exceso de lo cotidiano.
“En muchas líneas llegaron a conocerlo como el hombre que quería continuar el viaje; cuando la gente le preguntaba qué era y qué hacía, él respondía:
“-Soy la persona que quiere vivir, y ahora estoy intentando hacerlo.”
La cita es del relato El
judío errante, de Ruyard Kipling, y expone el espíritu de las almas que
pueblan, o luchan por poblar, estos relatos: sentirse dueño de la propia vida.
El viaje, o el deseo del viaje, supone el encuentro con la sensación de
libertad. Y esa es, seguramente, la única impronta que exigiremos para
emocionarnos, para sentirnos viajar, la misma que implica saberse vivo, estar
descubriendo a través de los propios ojos y a través, también de los ojos de
los extraños. Hay que poner mucha voluntad en el viaje, tanta como posee la
fuerza de la buena ficción, para forjarse una existencia al margen del
aburrimiento, que es una de las características de lo cotidiano, de la supuesta
realidad, de lo convencional. Asistimos a la necesidad de cambiar de rumbo, que
se nos impone constantemente, a cualquier hora pero, sobre todo, a las mismas
en las que nos agarramos a un libro -o al cine- para que algo nos rescate del
suelo que estamos pisando, el que no hemos podido elegir, aquel del que
saltaremos encantados cuando emprendemos un viaje.
“Yo que, no sabiendo qué es la vida, ni siquiera sé si soy yo quien la vivo o es ella quien me vive a mí (tenga ese verbo hueco que es “vivir” el sentido que quiera tener), no os juraré nada, desde luego.”
Es ahora Fernando Pessoa
el que resume el tema de la antología -que tan bellamente vuelve a editar Alba-:
la ida y venida constante que tenemos en nuestra relación con lo que sucede,
esa impresión de que son los demás quienes están eligiendo por nosotros, de
venirnos todo impuesto, de tener que dar por supuesto que existe el destino y
que el destino será fracaso a no ser que nos larguemos del lugar donde estamos.
Los encuentros extraordinarios, pero también los ordinarios, nos ayudarán a ver
cumplir los deseos: los del viaje, los de la ficción, los del descanso, los de
la aventura. De ahí que en los relatos se vaya imponiendo la articulación de un
momento clave de vida, es decir, el cambio. Lo embarazoso será reconocer que, a
pesar del viaje, a pesar de la ficción, seguimos empeñados en ser las mismas
personas que éramos antes de ponernos en marcha. O, tal vez, sea la vida, la
vida que nos vive, la que esté empeñada en colocarnos, una y otra vez, de
regreso a la casilla de salida desde la que tendremos la suerte, por otra
parte, de saber que cualquier movimiento puede ser viaje.
Fuente: La línea del horizonte
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