La voz es la de los nómadas de Tíbet: Lho Gyelo, claman al viento. Es su personal homenaje a la Tierra, una ofrenda que esparcen al planeta por entero cuando alcanzan una cumbre, cuando están en lo más alto de un collado. Lho Gyelo: “los dioses han vencido”. Los dioses, los dueños de la belleza y los dueños del dolor. Si se está dispuesto a conocer a los dioses, si se está dispuesto a alcanzar las más altas cimas y la hermosa extensión que es el paisaje desde ellas, se debe estar preparado para conocer el más infernal dolor, ese que está, por otra parte, bien surtido de ternura.
En cierta ocasión, uno de los grandes escritores de la España actual, un tipo muy inteligente y muy sensible, comentó que el llanto no es indicio de calidad literaria. Dijo que cuando uno llora leyendo un libro, eso no quiere decir que la literatura a la que se está enfrentando sea de altura. Porque el descaro del llanto, como el de la risa, no pertenece tanto al mundo literario como al de los dioses. Lho Gyelo: reír y llorar es la victoria de los dioses. Y, sin embargo, la dicha literaria es un invento de los hombres. Por eso un libro como Los catorce de Iñaki no puede ser leído como una experiencia literaria. Por eso y porque contiene mucha ternura, la ternura que sazona el dolor.
Un análisis literario, algo del estilo de la lectura miope que practican algunos críticos, que sólo analizan el texto con las herramientas de la academia, mencionaría las descripciones un tanto tópicas, con adjetivos que no enganchan ni matizan; y la prosa un poco inexpresiva; y unos diálogos que no impactan ni ayudan a que avance la acción; e incluso el recurso a la hipérbole elogiosa, ese que ayuda a restar credibilidad a la narración. Por no mencionar una fragmentación que a ratos cercena el hilo narrativo. Y también las dimensiones no del todo conflictivas de los personajes, montañeros a los que la conciencia no se les revuelve como les sucede a los personajes de Dostoievsky. Desde luego, no se trata de una experiencia puramente literaria, como lo puede ser la lectura del Ulises de Joyce, ese volumen que casi nadie ha sido capaz de terminar.
En realidad, este libro contiene algo mucho más sagrado que todo lo referido en el párrafo anterior. Los catorce de Iñaki, un título que no deja de recordar las cumbres de ocho mil metros al tiempo que la sinceridad adolescente, es una elegía y es un poema épico. Y ya va siendo hora de reivindicar toda la espiritualidad que contiene la épica, tan relacionada con las buenas cosas buenas: con la amistad, con la dignidad, con la generosidad, con el derecho a soñar, con la justicia que no consiente, que no acepta la victoria de los dioses, porque existe la opción de rebelarse contra el dolor. Y con la aventura, de la que tan necesitados estamos “hoy en día, cuando se confunden sin pudor la aventura real con la adrenalina barata”, escribió Iñaki Ochoa de Olza. Y este libro es una prueba de en qué consiste la aventura real, de ese afrontar decisiones y llevar a cabo tareas cuando deja de existir el miedo, cuando debes escoger entre ir o no ir y, sencillamente, vas.
Los catorce de Iñaki narran los últimos días de Iñaki Ochoa de Olza en el Annapurna, y es imposible que a nadie con algo de sangre en las venas deje indiferente. No cabe otra cosa que la compasión cuando uno conoce las reacciones de cuatro nepalíes, tres rumanos, dos rusos, dos suizos, un kazajo, un canadiense y un polaco en el intento de rescate de Iñaki. Hay que tener un peñasco por alma para no estremecerse cuando uno lee como Horia Colibasanu, el compañero rumano de Iñaki, le mantiene vivo durante tres días dándole de beber el agua que derrite dentro de su propia boca, envuelta en un trozo de plástico. O cuando siente el frío en los pies de Ueli Steck y Simon Anthamatten, que ascendieron hasta los 6.800 metros sin calzado de altura y sin ropa adecuada, reduciendo a la mitad el tiempo que normalmente se invierte en la ruta. Hay que ser de hielo para no encariñarse con esta gente, para no querer que se tuerza ese final que ya conocemos y que triunfe la amistad.
Y es entonces cuando uno se pregunta hasta qué punto la empatía no es un criterio literario mucho más potente que la filología. Y cuando uno se cuestiona por qué necesitamos la poesía épica. Qué hueco de lo que somos es el que viene a rellenar. Cuando uno siente ganas de renunciar a la vida gris de los hombres grises, esos que no se reconocen en los sentimientos de los otros, incluidas sus pasiones, sus veleidades, sus sueños, sus delirios. Esos que esgrimen la palabra realidad como un anatema, como la férula que nos obliga a seguir un camino. Esos que se escudan detrás de palabras como realidad para ocultar algo que, a falta de un término más apropiado, podría llamarse cobardía.
Los catorce de Iñaki. Jorge Nagore. Saga editorial. Barcelona, 2011. 247 páginas. 23 euros.
Mientras tanto, Lho Gyelo, participar de tantas emociones como supusieron esos días, aunque sea con la lectura, es una nueva victoria de los dioses, una victoria de la risa y del llanto.
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