Por Ricardo Martínez Llorca
El mundo se sostiene a hombros de los ingenuos. Al menos el mundo verdadero, el que nos importa, que es el de la pasión, el de la intensidad, el del cariño. Porque hace falta mucha ingenuidad para dedicarse a repartir comida en un campo de refugiados, para aupar a los niños que esperan ampliar el horizonte desde lo alto de un árbol, para curar heridas abiertas por las balas o para concentrar todo el mundo de las sensaciones en esa forma de materializar al otro que es el beso. Cualquiera de estas marcas de salvación son frutos que brotan y crecen en el hombre ingenuo.
Porque la ingenuidad, como bien sabían los antiguos romanos, es la marca del hombre libre. Ingenuo quería decir libre de nacimiento. Y en esa intuición se esconde un precepto bastante olvidado: que la libertad debe estar al principio y no ser un fin. Cabría decir que esa máxima que se les impone a los padres y a los docentes y a los entrenadores de atletismo, que dicta que se debe educar para ser libres, roza la categoría de embuste o, al menos, la de disfraz. En la antigua Grecia, los hombres libres se educaban en los espacios abiertos; la instrucción, eso que se parece tanto a lo que hoy conocemos como educación formal o academia, se reservaba para los esclavos. A unos se les entregaba la dicha de aprender a escuchar, la sagacidad de saber estar alerta. A los otros se les atoraba con contenidos que eran axiomas, con verdades impuestas.
Aún hoy en día, y gracias a los condicionamientos que recibimos mientras crecemos, se valora la educación de alguien en función del cúmulo de conocimientos. Existe, de hecho, una extraña categoría de humanos que considera una virtud el acumular esas ideas tan concretas. Pero incluso a ellos cabe la posibilidad de que la ambición les pierda. Pues hay una relación, difícil de explicar, entre cualquier tipo de ambición y la neurosis. Basta como ejemplo, para retomar el comentario anterior, todos los elogios que recibe la educación académica contemporánea, esa suerte de invento capitalista que busca producir trabajadores competentes, de ahí que se nos instruya en términos fáciles de medir. De ahí que los valores que se transmitan son los que ayudan a triunfar en la competencia, y que nos llevarán a las enfermedades de los nervios. Mientras que, a la hora de la verdad, lo que el ser humano demanda es la armonía que da el reposo.
Esta es, pues, la pregunta: ¿En qué lugar es donde realmente se educa el hombre? Cabe cuestionarse dónde está lo natural, dónde está el crecimiento, dónde está el suave silencio, dónde está el vacío acogedor, dónde la nota musical que es el contrapunto al ritmo de nuestra sensación. Al final, ¿en qué sitio es donde uno desarrolla las ganas de aprender? O, para formular la cuestión en términos más sencillos, ¿qué es lo que a uno le puede convertir en mejor persona: los logaritmos o el viento en la piel? ¿El paisaje o la gramática? ¿La escuadra y el cartabón o la nieve bajo las botas? ¿Los árboles o la relación de la tribu de los Borbones? ¿El sudor en invierno o la ortografía? ¿El cariño de tu compañero de cuerda o las ecuaciones de segundo grado? ¿Las nubes o el pretérito pluscuamperfecto? ¿La montaña o el genitivo sajón? ¿El mar encrespado o los poliedros? ¿Las caricias, que son otra marca de salvación en cuerpo ajeno, o las desinencias verbales unidas a la raíz cuadrada?
Hace falta mucha ingenuidad para elegir el viento, la nieve, el paisaje, la montaña, las nubes, el sudor, los árboles. Hace falta ser muy libres para tomar partido por el cariño, por el mar, por las caricias. Y hace falta ser muy libres desde el momento en que la piel conoce el aire y a continuación otra piel, la de la madre.
Fuente: La línea del horizonte
Fuente: La línea del horizonte
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