PRESENTACIÓN
“CINTURÓN DE COBRE”
El libro todavía está vivo
La memoria lo es todo para mí.
Y propongo que pasemos a considerar los actos de la
memoria no como simples procesos de reproducción, sino como acciones en las que
reconstruir es lo más importante.
Marcel Proust (el autor que es imposible dejar de
mentar cuando se reflexiona sobre la memoria) escribió que “el recuerdo de una
imagen es la añoranza de un cierto instante”. Es decir: reproducimos en nuestro
cerebro una imagen pretendiendo reconstruir
las sensaciones que percibimos
durante un instante muy especial.
Y siempre que se narra se habla con el pasado
sujetándose a los nervios y alos líquidos que quedan detrás de la cara.
Una
narración pretende aunar instantes. Es, pues, necesario que en el proceso
narrativo exista un cemento con el que unir esas estancias aisladas en la
memoria donde se encuentran los instantes. Propongo que este cemento sea eso que
conocemos como imaginación o, por
expresarlo con un término que nos aproxima más a los vapores de África, el
pensamiento mágico.
En consecuencia, escribir es un ejercicio de evocación
y con frecuencia también es una purga. En muchas ocasiones escribimos para sellar deudas que hemos contraído con
nuestra memoria. Me atrevo a sugerir que cuantas más deudas se hayan
contraído con el propio pasado, tantos más instantes se tendrán archivados como
semillas para futuros relatos.
Esta reflexión me lleva a considerar que hay dos tipos
de personas con gran potencial narrativo:
1.- aquellos que han pecado mucho, y
2.- todos los que conciben la conciencia como un
infierno.
Confieso
que, como escritor, me gustaría pertenecer a uno de los dos grupos. Y también reconozco
que yo he pecado tanto como me ha permitido mi conciencia (que no ha sido
mucho).
Han
pasado seis años y pico desde que regresé de Zambia, y en ocasiones sigo
sintiendo mordiscos en mi conciencia por no haber permanecido allí más tiempo.
Sueño con haberme quedado allí para siempre.
(La
principal cualidad de la memoria es una sana melancolía, pero creo que a esta
enfermedad de la melancolía que acabo de expresar se la llama
habitualmente nostalgia.)
El
infierno de mi conciencia me dice que he cometido muchos grandes errores en mi
vida; uno de ellos abandonar Zambia.
Si
bien la magnitud de este desatino no es tan grande como el de abandonar la
infancia, su calado fue lo bastante hondo como para que se pusieran en marcha
esos mecanismos de defensa que son los
emplastos narrativos, emplastos con que se pretenden sanar las erosiones
que estos exilios dejan en la memoria.
Por
voluntad propia di comienzo a un proceso narrativo que buscaba taponar las
fisuras que sabía que el tiempo iba a socavar en una memoria como la mía: tan
imperfecta y tan impura.
Aun
así, todavía recuerdo algo de África y de la amistad.
Debo
aclarar que fui a África para visitar a un amigo. En mi viaje no hubo
motivaciones semejantes a participar en un safari; no hubo nada parecido a pretender
hacer un reportaje, ni a colaborar con una ONG.
Por
eso hubiera deseado que Cinturón de cobre fuera un libro sobre la
amistad. Por eso y porque yo, junto a Conrad, tengo a la lealtad como la más grande de las virtudes humanas.
Ojalá
en la lectura del libro se sienta transpirar este tema, la amistad, de la misma
manera que en ocasiones sentimos acudir a nuestra mente evocaciones involuntarias, esos recuerdos que, en palabras de
Proust, “vienen de las profundidades y transmiten las verdaderas cualidades de
la experiencia en toda su inocencia, asombro y terror”.
Estos
recuerdos involuntarios traen a las pantallas del cerebro imágenes y
sensaciones idénticas a los sueños. Se trata de evocaciones dúctiles, sensibles
al lícito trabajo de hacerlas coherentes gracias a la táctica de añadir mucha
ficción.
A
mi juicio, el recuerdo voluntario es conceptual, convencional y plano.
Esa razón me lleva a considerar que la creación
literaria ideal, aun siendo en gran medida un ejercicio de memoria voluntaria,
es aquella que puede transmitir las sensaciones con una intensidad igual a la
presente en los sueños, una intensidad que con frecuencia es muy superior a la
de la vigilia.
Por eso
elogio el extrañamiento, lo
inexplicable, el pensamiento mágico.
Me
remitiré nuevamente a Proust, aunque esta vez no para citarle, sino para
corroborar mi última afirmación con un ejemplo:
Al
hacer memoria de los cientos de páginas de su novela La búsqueda del tiempo
perdido, lo primero que se me viene a la cabeza, y sobre todo al paladar, no
son los personajes o los sucesos, sino la voz de un inválido encerrado en una
habitación forrada con corcho, la voz de un asmático que observa cómo se va
acumulando el polvo sobre viejas fotografías.
Previamente,
Proust había viajado por su infancia registrando instantes en su memoria.
Dadas
las enormes limitaciones de la mía, durante mi itinerario por Zambia tuve que
tomar notas de viaje, notas que más tarde debía traducir en episodios o
visiones del libro con afán de que al lector se le pegue al paladar un regusto
a África.
Así,
fui apuntando motivos que daban lugar a esas impresiones que el tiempo debía
diluir hasta transformarlas en humo de memoria:
+
la luz de bronce acariciando la retina,
+
el polvo de arena atacando con suavidad los hoyos de la nariz,
+
el sabor de la pasta de maíz crudo,
+
el aire purísimo agarrándose dulcemente a los oídos,
+
la piel seca y cuarteada de tantas manos como pude estrechar,
+
e incluso ese silencio que hasta permite oír al sol golpeando la tierra.
Y,
sobre todo, apunté esos detalles de lo
humano que son los que distinguen a la narrativa de otros géneros
literarios.
De
alguna manera, durante el viaje, uno trata de hacer una vivisección de la
geografía física y humana que le rodea.
El
caso más evidente es el de aquellos viajeros que se enfrentan al acto de
escribir de forma inmediata para reflejar sus impresiones en carne viva, tal y
como hacen los poetas o los periodistas. Pero incluso estos textos
no dejan de estar contaminados por la memoria del sujeto:
1)
por la percepción
poética aprendida durante los primeros quince años de vida,
2)
o por una capacidad de sugestión a la que aflora un temperamento épico.
Antes
de que este discurso nos lleve a una falsa conclusión sobre la importancia de
la memoria como único elemento de la construcción de un relato, debo decir que
existe un don narrativo que es
preciso hacer convivir con los recuerdos, un don que poseen muy pocos autores,
que es
la extraordinaria capacidad de no
entender nada.
Pero éste es otro tema.
Aquí
he optado por reflexionar un poco sobre ese material con el que se escribe una
novela, o un libro de viajes, o lo que quiera que sea Cinturón de cobre;
un material que yo más arriba he calificado no como memoria, sino como humo
de memoria.
Y por este motivo Cinturón de cobre comienza
con la siguiente frase:
“De aquellos sucesos tan sólo puedo decir que uno, con
razón, se sostiene entre mis recuerdos, y éste es el humo”.
Gracias.
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