El solitario del desierto. Una
temporada en los cañones
Edward
Abbey
Traducción
de J. Manuel Álvarez
Capitán
Swing
Madrid,
2016
319
páginas
Para
Theodor Monod (Ruan, 9
de abril de 1902 - Versalles, 22
de noviembre de 2000), el desierto era la pureza. Paseaba al encuentro de los
lugares más depurados del inmenso Sáhara,
con menos rastrojos y más cielo, con un Nuevo
Testamento debajo del brazo. Aspiraba a una comunión con el universo que
sólo podía tener lugar en el silencio tan potente como suave de las dunas.
Luego plasmaba en sus cuadernos impresiones con una delicadeza espontánea, que
nos invita a comulgar con él. Por otra parte, Monod es al desierto algo así
como Costeau al océano. Un gran
naturalista. Monod es por excelencia el peregrino del desierto porque el
desierto es, para él, el espejo del universo. Y el universo es la vida. Y el
mundo es la vida.
Ahora
bien, ¿qué es el mundo? El mundo para los mortales que no heredamos el espíritu
de anacoreta de los desiertos es pasar las de Caín y darte cuenta de que incluso esa sensación es un deleite, un
estigma, una alta temperatura en el termómetro que mide la graduación de vivir.
Asegurar que la soledad no siempre ha sido buena, porque en ocasiones uno se ha
sentido aislado, por muy ermitaño que se haya despertado ese día. Y que al ver
venir a la señora de la guadaña, sin más recursos que un poco de autoestima,
seguir afirmando que prefiere eso, y además pasar por ahí solo, en sitios donde
ningún andarín quiere poner la bota, no frenar en su empeño de defender que la
verdadera contemplación sucede cuando no hay muchos observando a tu lado la
misma puesta de sol. Y luego irse a dormir en unas condiciones penosas, dentro
de una madriguera de coyote, donde uno se estira lo que puede, apoya la cabeza en
el brazo, a modo de almohada… “y padecí a través de la larguísima noche,
humedad, frío, dolores, hambre, destrozado, soñando pesadillas claustrofóbicas.
Fue una de las noches más felices de mi vida”.
A
este hombre, Edward Abbey (Indiana,
1927 – Tucson, 1989) se le ha llamado el Thoreau
del desierto con un acierto a medias. Sí, Abbey sentía por el desierto, en el
que trabajaba como guarda de un parque nacional, la misma intensidad sublime
que Thoreau por los bosques de Maine. El mismo amor. Pero Thoreau jamás dejó de
pensar en los demás, de plantearse temas políticas, entendiendo como tales al
gobierno de la polis griega. De ser un filósofo en sus artículos. En cambio,
Abbey, que escribía mucho peor, cuestión que carece de relevancia a la hora de
leer este magnético El solitario del
desierto, regresaba a su caravana rezando porque nada separe al hombre del
mundo que le rodea. Rezando, sin creer
en ningún dios. Porque rezar es algo lícito hasta para los ateos. Y tomando
al mundo que nos rodea por el mundo salvaje. Cuando habla de la belleza de los
habitantes del desierto, no renuncia a que de ellos formen parte cautivadoras
serpientes mortales, alacranes, termitas y cardos y cactus de la peor calaña. Y
pasar hambre y sed, y saber que de perderte, has hecho un mal apaño con la
ansiedad. Porque el desierto no ofrece los recursos del bosque. Todo lo que
habita el desierto se ha adaptado a lo más rudo y peligroso.
Este libro es, en definitiva,
un rezo. Está atravesado por una espiritualidad muy rudimentaria,
es decir, muy sincera. En una época en que los universitarios se reunían en Woodstock, cuando jóvenes movimientos
sociales ponían sobre el tapete el debate conservacionista, el ecologismo, la
reivindicación feminista, la defensa de las etnias y los pueblos minoritarios
que estaban siendo arrasados por el capital, las protestas contra el armamento
nuclear y las masacres en Asia, Abbey
ya había resuelto todas las dudas. Él entiende que un amor idéntico al suyo por
el suelo de arcilla y un cielo inseparable del viento se pueda sentir por el
mar, la montaña o el río. En caso de no ser similar al suyo, al de John Muir, al de Thoreau, podríamos
estar hablando de codicia. Pues hasta la codicia termina por deteriorar un
sobreexplotado paraje agreste, austero, a veces barroco, sencillo, melancólico,
desconcertante y, en ocasiones, simplemente inhabitable. Sin embargo, para Abbey hasta la presa comulga del mismo
amor que el águila. Para expresarlo con términos semejantes a los que él
utiliza, el Paraíso no tiene por qué ser un jardín. Cualquier enclave natural,
salvaje y compensado es el Paraíso.
En
el libro tienen cabida también los excursionistas, empresarios o cazadores que
no supieron entender lo salvaje, un concepto de naturaleza leal que comparte
con Gary Snyder. Y también ese
lamento por la suerte de los indios navajos, arrojados al arroyo, condenados a
cualquier forma de decadencia. El alcoholismo y la pose para el turista tienen
en común la misma pérdida de dignidad. Abbey sabe que lucha una guerra perdida,
pero no quiere largarse sin dejar testamento. Algo que también le iguala a Gary
Snyder. De ahí este libro escrito con la misma textura que la película de Sam Peckinpah, La balada de Cable Hogue, posiblemente su obra maestra. Aunque lo
prioritario, él mismo lo indica, no es la escritura, sino la paradójica elegía
a algo que permanece con vida.
Fuente: La línea del horizonte
No hay comentarios:
Publicar un comentario